A esa rosa
que en tu mano posa
dedico estos versos,
¿o es prosa esto que reflejo
sobre este papel perverso
e inmundo que me atenta?
En sus hojas me detengo,
palpo la pinchez de sus espinas,
valoro el color, la tersura
traviesa de sus rojos, lamento
no lograr que mi sangre tiña
la dulzura fragante de su portento
y llorar sin cuento la herida,
el recuerdo por el que corriendo
brota ese líquido elemento
que me puebla las venas, por dentro.
A esa rosa
que se va marchitando
a medida que las palabras
van saliendo de mi boca,
de mis dedos sobre el teclado,
de mis sentidos en suspenso,
de mi más tórrido sentimiento
de tenerte, de dibujar cada poro
sobre la sed de una piel yerta,
de un cuenco que espera tu risa
para llenarse de savia, de tu vida.
A esa rosa
ya marchita, que guardo
entre las guardas de este libro
que estoy terminando, y que te dedico.
Ahora te lo mando —si puedo por guasa—
para que te llegue de inmediato
y de inmediato mueras, recordándome.
Te echo y me echas —de menos—
y lo sé, de ahí mi atrevimiento
de mandarte esta rosa, muerta,
borracha de literatura, negra de tinta
y saturada de Lopes y Góngoras,
de Federicos y Salinas, y de mí,
que en definitiva soy el que perpetro
este atentado a la ciencia poética,
este ripio insoportable de ritmo y rima.
A esa rosa esta que te mando.
Espero de tu agrado sea.
Encarecidamente tuya —y asimismo mía.