Soy una nube,
pues recojo y
vierto después.
—Kalidasa
Floto sobre el cielo,
sobre una cornisa de aire
que se cierne inmensa
tras la cortina, tersa.
Nado sobre una nube
con forma de pera
y recorro los campos verdes.
Me dejo secar al sol
que más calienta, y duermo
la siesta tras el abedul de enfrente.
Miro de repente a las estrellas
y me sorprende su brillo intenso:
es ya de noche y la palmera
que se yergue desde el balcón
saluda con sus dátiles la luna nueva.
Caigo cual agua fuerte contra el rugor
de la tierra hasta abarrotarla de vida
—sí, mi vida es un ir y venir constante
desde una inmensidad a otra,
y me dejo vencer por la gravedad
de los hechos, de un abismo sin fin.
Sigo flotando sobre el cielo —retomo
el inicio— y las corrientes me llevan
a otras latitudes que las mías, lejos.
El candor del sol me pega desde arriba
hasta herir de muerte mi espalda;
me quejo de la firma de sangre
que sobre la piel deja y sigo, adelante.
La petunia me recibe como agua
de mayo y se congratula de mi sustancia:
la abeja canta de risa y jolgorio, mieles
que endulzan la tarde, o el atardecer ya.
Sí, mi vida es así, y los trajines atmosféricos
me llevan al retortero de un cielo a otro,
cielos que no me oyen y tampoco me escuchan.
Así son las cosas, y así las cuento, en seco.