La felicidad es regocijante, placentera,
liberante, dulcemente algazara,
trepidante de alegría al corazón,
cuando el amor la induce.
Pero la tristeza es paralizante
fría, aun en el más ardoroso calor.
Como aquellas casas viejas,
que no terminan de caer, ni cumplir su lazo de vida,
aún moribundas pernoctan en el tiempo,
con portales por derrumbarse
y áticos desplomados en ruinas,
entre medias paredes polvorientas
donde la araña teje a placer y a perfección
sus mortales redes.
Casas viejas con aleros de tejas astilladas
no del tiempo no, de abandono si,
y de pesar de años sin aliento de vida,
pero que aún sobreviven aferradas al ayer.
Casas solas, con nidos abandonados, a medio tejer,
agujereados por la brisa viva,
que pasa y se esconde y se va entre risas que asustan
a los pájaros de ayer.
Casas viejas de pálidas huellas
tapiadas por las arenas del tiempo,
con patios y jardines solitarios,
soleados y engrosados de espinos.
Moribundas casas viejas solitarias
Con sus sombras que deambulan por las noches
Al paso de una luna triste de enero
a la espera de cada amanecer
de cada atardecer…. de cada anochecer
cubiertas en su velo de nostalgias y miedos
que por las noches dibujan en sus sombras
fantasmales figuras deformes
que a lo lejos esconden sus tristezas
como zombis inmóviles
entre voces sin fuerza, de almas desgastadas
ahogadas en sus llantos a la distancia
esperando que los vientos eternos
arrastren sus últimos cimientos
y allende los siglos se borren para siempre sus recuerdos.