Te miraba desde mi atalaya interna, desde mis almenas lejanas, a tu horizonte de dominios absolutos, de curvas peligrosas, donde solo yo reconocía de forma intuitiva tus laberintos, la gravedad lunar que te habitaba. Mis ojos eran desventuras traspasando tu piel, obsidianas en tu busca, hurgando desesperadas en los recovecos de una palabra adherida a tu alma, ceñida a tu cuerpo como un ritual. Me flagelaba con tu innata propensión a la seducción, tierra fecunda donde pudieran germinar mis versos sin trabas. Y tu mirada, siempre fértil, que nunca se inclinó ante nadie, conmigo se inclinaba, invitándome a tatuarte un poema que supiera a ansia y fuego, a miel y agua.