Ayer moriste, en el silencio de mis noches,
entre el insomnio de mis madrugadas,
entre la luna hecha polvo de hojalata.
Y fue tan triste,
quizás tú no lo advertiste
porque nunca pudiste salvar la distancia.
Pero yo estaba ahí,
ahí, en medio de la nada.
Entre tú y ese dolor que mordía mis entrañas;
ese, que se estrelló en mi cara, ingenuamente clara.
Ingenua, porque no pude o no quise ver
el horror de la máscara
que cubría tus silencios helados
que evaporaban mis horas lánguidas.
¿Por qué no pude verte?
¿Por qué me arrancaste los ojos del alma?
Después de la masacre, cuando ya no quedaba nada
cuando mi velo se tiño de grana,
cuando mis poros exudaban el dolor
que muerde y que arrebata,
y mis pies se clavaron en el piso por el peso
de la incertidumbre y la rabia destilada,
entonces, tú caías.
Y ya no pudieron sostenerte mis manos cercenadas,
porque a traición tú mismo habías clavado
un puñal en tu espalda.
Pues bien, hoy ya vacía y sola bajo esta noche extraña
¡no esperes que ahora riegue esa tumba con mis lágrimas!