Ya no va a dolerme el viento,
porque conocí la brisa.
Día diez, llagado de su sonrisa.
—Gilberto Owen.
—Voy a poner más baja la música de fondo...
Se me ocurre ensuciar la posibilidad
de este papel con este escrito:
Me esperas, hace tiempo
que espero este momento.
Voy andando, pensando en qué
voy a decirte, en cómo encajar
la jabalina de tu sonrisa, tus dientes
refulgiendo sobre el sensible
de mis pupilas, sobre un iris
que se vela para no encandilar
el entendimiento, gafas de sol.
Voy andando y la brisa me pega
contra los ángulos postreros
de los pómulos, helando se van.
Voy flotando porque no me doy cuenta
del esfuerzo del camino, una hora.
Voy pensando, y eso me aleja
de la realidad que me circunda.
No veo lo que siempre cuando paso
por este sitio, el edificio rojo
que tanto me llama hoy no.
No veo porque los ojos se han vuelto
hacia dentro; lo de fuera no importa.
No veo porque estoy escudriñando
cada pliegue de mis dudas,
de mis inseguridades, para alisarlas,
para que el vestido que luzca el alma
aparezca terso y sedoso, sin arrugas,
ante el escrutinio al que seguro seré
sometido; tu exigencia así lo decreta...
La brisa va tornándose viento
con el suceder de los pasos
—la meteorología no parece estar
de acuerdo con este encuentro.
Caen las primeras gotas y raudo
me cobijo bajo el saliente de ese balcón.
Espero que escampe pero no sucede.
La intensidad del goteo va en aumento,
y ella me manda un guasa para irse
y le digo que se resguarde. Hace tanto
que no nos vemos por un cúmulo
de circunstancias que dos gotas
no pueden posponer el festival químico
que en breve va a producirse.
Van a encontrarse en un mismo matraz
tu sustancia y la mía, y la costumbre
de no vernos no puede desviar la senda
del destino —no debemos permitirlo.
Ella me responde que bueno, que hay
cerca un árbol frondoso cuya copa
es tan tupida que hará las veces de cornisa.
Empiezo a correr aun soportando el dolor
del aguacero golpeando contra mi rostro
cual si fuera un violento temporal sobre
un acantilado ya herido por la insistencia.
Ya la veo al fondo. Me congratulo
de no haber sucumbido a las insidias
de los dioses, sonrío.
Ella empieza a verme, me adivina, sonríe
en una primera instancia hasta que su boca
va abriéndose cada vez más en muestra
de alegría —ríe a carcajadas y dando gracias.
Me quiere —deduzco del tenor de sus ojos.
No fundimos en un abrazo tan ardoroso y tierno
como si de un bronce de alto horno se tratara.
Fue el momento, ese —el resto sobraba...
Salió el sol a continuación, y un arco voltaico
con todo su espectro nimbó nuestras cabezas.