Alberto Escobar

Las Ramblas

 

Las Ramblas es la única calle 
que no quisiera que acabara nunca. 

—Se dice que dijo Federico en una de sus muchas visitas 
a la ciudad condal para pronunciar sus expectantes conferencias. 


Al final de las Ramblas me encontré 
con la negra flor. 
—Canción de «Radio Futura».

 


Hace un domingo soleado de principios de noviembre.
Desde mi ventana se puede ver el puesto de Pepe, un establecimiento tan señero y antiguo que es raro el barcelonés que un día como hoy —con este magnífico tiempo— no se acerque al menos a saludarle, si no quiere comprar alguna de sus explosivas flores. 
Me contenta solo el espectáculo de color y bullicio que entra por la ventana e inunda la casa de positivismo, no necesito salirme de su alféizar para sentarme al borde de la cama, calzarme el próximo pantalón y las cercanas zapatillas y sumergirme en esa encantadora marabunta que cada domingo infesta de vida el largor de la calle, de la Rambla. 
Ayer me acosté tarde, por lo que hoy toca desayunar cuando corresponde comer y a fin de cuentas ahorrarme una de las comidas del día, como hace la Flaca de la canción de Pau Donés al engañar el hambre. No me apetece prender los fogones y hacer de Arguiñano, por lo que opto por buscar un bareto de comida rápida y llenarme el estómago mientras absorto recorro y me alimento de la energía que emerge de esta calle. 
Cerca, al fondo de la misma si te diriges hacia el este, está mirando hacia el mar Colón, señalando con su dedo enhiesto hacia adónde queda el progreso. 
Cada vez hacen las hamburguesas con menos sustancia —pienso— y me voy parando como en procesión ora a comprar alguna flor para darle un toque vital al apartamento ora a hablar con alguno de los legendarios floristas que desde casi su niñez no abandonan el puesto, caigan chuzos de punta o caiga el infierno sobre sus cabezas. 
Me voy a sentar en este banco —me digo— y saco uno de los libros que he contenido en este morral que llevo a la espalda. Me gusta pararme a leer aquí, en este preciso banco, después de haber ejercitado un rato las piernas; es como un premio al esfuerzo casi impalpable que conlleva el ejercicio matutino de recorrer la Rambla, aunque esfuerzo no es precisamente la palabra más acertada. 
Desde donde estoy puedo ver mi ventana —vaya, la he dejado abierta...—, y esa tontería, parece que no, me hace sentir que estoy en el salón, al otro lado de las miradas, en intimidad pero rodeado de miles de personas —la intimidad es una sensación, no un dato real— y las historias que me salen a los ojos por la magia del azar las vivo como más intensamente que si realmente estuviera ajeno a esta pulsión tan deliciosa, tan vital, que ahora me rodea, y que supone una banda sonora perfecta para las tramas que me van viniendo sin cesar. 
Voy a dejar la escritura de momento, no quiero cansarte. Ya otro día, si quieres, me llamas y te sigo contando en tinta esto que me pasa aquí —solo aquí, y a ti.