Alberto Escobar

Godiva

 

Como no bajaba impuestos 
por las buenas...

 

 


Todo Coventry era un poema,
pero un poema de esos del Dante
de los infiernos, de esos apoteósicos,
de esos que te ponen la carne
de gallina clueca.
La nobleza era juez y parte
y ella, ella era pueblo, era esencia. 
La carestía en esos tiempos del medievo
llevaba el hambre al pobre; el pan... un lujo.
Ella tenía un caballo, blanco como el de Santiago.
Un caballo que pastaba en las cuadras
mirándole a lo profundo de los ojos
como queriéndole confesar su verdad.
Lo intentaba por activa y por pasiva,
incluso hizo como una Lisístrata aristofánica,
desesperada, y su marido, poderoso, fiel
a sus principios e intereses, no torcía el brazo.
La abstinencia no era suficiente. La lealtad
que un marido debía rendir a su esposa 
brillaba por su ausencia, o al menos era menor
que la que debía a sus correligionarios políticos.
El caso es que, por la mañana, yendo a acariciar
a su caballo se le ocurrió una brillante, o si no 
sorprendente idea: ¡Y si me monto desnuda, 
luciendo la esplendidez de mis formas, arrastro
al pueblo tras de mí como un vulgar flautista
y me planto con pancartas delante del palacio
ducal!. Así lo pensó e, ipso facto, así lo hizo.
 Eran las horas del primer refrigerio, ese 
que necesitan los labriegos para poder seguir
dando azadazos contra una tierra dura, cuando,
desnuda, como su madre la trajo al mundo, 
se paseaba despacio, a lomos de su amado equino, 
por debajo de la vista ventanera de su marido,
el duque, que, atónito, mando apresarla a manos
de la rudeza de dos de sus guardias.
Fue encarcelada durante unas horas, las suficientes
para expresar sus apologías —como diría en español
un anglófono— e irse con la cabeza baja, delante 
de la vista altiva de su marido, y después, una vez
franqueado el dintel de la discordia, alzar la mirada,
orgullosa, con la ovación popular como telón de fondo. 
Así fueron las cosas —no le digas a nadie que todo
lo relatado es patraña, por favor...