Joseponce1978

Tanto quise protegerlo...

Paseaba por un camino pedregoso sin nada que hacer, a la expectativa de dar con algo que atrajese mi atención, cuando escuché el fuerte maullido de una cría de gato. Resulta sorprendente la similitud que existe entre el maullido de un gato pequeño y el llanto de un bebé. Detuve mis pasos y aguanté la respiración para determinar de donde provenían los maullidos, hasta que conseguí dar con su origen: en medio de un bancal junto al camino encontré a un cachorro de gato (el típico gato romano, de color gris con rayas negras) que apenas contaría con unas horas de vida, porque tenía los ojos cerrados y no podía andar. Torpemente intentaba ponerse en pie mientras levantaba la cabeza para lanzar sus desesperados maullidos.

Me extrañó ver a aquel cachorro allí, solo en medio de la nada, tan indefenso, al tener conocimiento ya de lo cuidadosas que eran las gatas para buscarse un lugar recóndito a la hora de criar. Tal vez la madre, después de parir, alertada por algún peligro, había decidido trasladar a su camada a otro sitio más protegido, y se le hubiese caído aquel cachorro en el traslado. No quise tocarlo porque ya sabía que los animales reconocen a sus cachorros por el olfato y pueden llegar a aborrecerlos si han sido manoseados por las personas, por lo cual opté por apartarme de él, situándome a una distancia prudencial y esperar a ver si su madre acudía al reclamo.

Me quedé un buen rato allí esperando pero su madre no apareció. Faltaba poco para  anochecer y aúnque en un primer momento pensé en dejarlo allí, bajo la convicción de que su madre vendría a por él, no lo tenía del todo claro y decidí hacerme cargo de él. Supuse que mis padres quizás no me iban a dejar quedármelo porque ya teníamos 2 gatos en casa y otro más ya serían demasiados. Entonces opté por llevármelo y cuidarlo por mi cuenta. Tras buscar algo donde meterlo, encontré una caja vacía de zapatos, le practiqué unos agujeros en un lateral para que pudiera entrar la luz y metí al gato dentro. Para ponerlo a salvo de potenciales depredadores, como perros o zorros, lo subí a un árbol que había cerca de casa y sobre un par de ramas pegadas al tronco apoyé la caja. Luego cogí una piedra y la puse encima de la tapadera de la caja para que el viento no la tirase al suelo.

Ya antes había recogido algún animal recién nacido, sobre todo pájaros caídos del nido, y era consciente de la dificultad de mantener con vida a un animal tan pequeño, porque no es fácil que acepte un alimento distinto al que le da la madre. Los primeros días me llevaba de casa un poco de leche en un botecito y mojándo la punta de un dedo en la leche y acercándoselo al hocico, el animal lamía y el hecho de mantenerlo vivo durante los primeros días para mí fue un triunfo. Los gatos son duros y lo peor había pasado.

A diario me acercaba con el fin de alimentarlo y sacarlo de la caja para dejarlo un rato en el suelo. Al cabo de una semana o así, me encontraba en el colegio cuando se puso a llover a media mañana. Era una lluvia fina pero insistente. En ese momento lo primero que me vino a la cabeza fue una tremenda preocupación por el gato, y deseé que dejara de llover o que terminaran las clases antes de que la caja de zapatos terminara empapada, pero ni una cosa ni la otra. Por algun motivo ya sabía lo que me iba a encontrar, como así fue.

Nada más abrir la puerta del colegio tras el final de las clases, salí disparado a través de la cortina de agua y con los zapatos embarrados, me subí al árbol para ver como la piedra, al ablandarse el cartón con el agua, había caído dentro de la caja, aprisionando al animal, que yacía inerte bajo su peso. No pude ni bajarlo del árbol. Allí lo dejé y enrabietado me fui corriendo a casa, pensando en lo mucho que lo había querido proteger para terminar acabando con su vida.