Llegó el poeta y su tristeza
Llegó el poeta con su semblante
de bohemio penitente, como el dolor
de una sombra que se introduce
en la carne y en los huesos.
Que se oculta entre un torbellino de gente.
Cantó sus penas entre la tormenta de emociones,
con el gesto del que ahoga su tormento
en una botella del licor del esperpento,
desaliñado, como el minuto que no espera
a que llegue su fatídico momento.
Escribe verso, tras verso, tras verso,
envuelto en ese universo invisible
que los poetas hacen creíble
aunque se pierda como una nebulosa
entre las rendijas de una humilde prosa.
Descorcha otra botella de amargura
y tira contra el suelo la vacía que se convierte
en diminutas estrellas de vidrio apesadumbrado.
Es entonces cuando de su dolorido pecho
esculpe con agonía trozos de corazón desecho.
Abre la ventana a los campos que florecen
entre los hielos del invierno y su nieve.
Flores no tan bellas y coloridas como las de la primavera,
pero resistentes y desafiantes como el que no teme una larga espera.
Como un dios venido a menos que, sin embargo, nunca se derrenga.
Dibuja caballos alados, sin alas, sin crines que dancen al viento,
ni cascos que, al trotar, suenen haciendo retumbar la tierra y el cielo.
Pinta querubines con cara de tristeza y lágrimas amargas,
como amarga la almendra que se niega a la cosecha.
Como amarga la hiel que se cubre de mala sospecha.