En mitad de la tormenta un rayo de luz indicó una salida. Incidía sobre mi cabeza, justo entre las cejas, agujereándome. Como por un embudo me fui adentrando. A medida que lo hacía me olvidé de la tormenta. La memoria no exigía mi atención y los deseos, como si fueran piedras, se alinearon creando un camino. Caminé sobre ellos, erguido, observando sus carencias. Enseguida me di cuenta que no los necesitaba. El camino de los deseos, sobre sí mismo daba vueltas. Entonces salté, no sin miedo, hacia el vacío. Una sensación de plena confianza me impulsó y mientras caía, tan sólo escuchaba el latido de mi corazón. Como el tambor de una orquesta en preludio de obra, mi corazón sonaba armonioso, mientras, poco a poco, la gravedad disminuía. Acabé flotando en mitad de un azul turquesa. Los párpados se abrieron y miré alrededor. Todo aquello era precioso, ninguno de mis deseos lo habría hecho mejor. Comencé a girar en busca de una racha de viento, algo que me impulsara por aquel hermoso cielo. Así fue, el viento me llevó sin advertir la ruta. Nada quería en concreto. Sentí libertad, mucho más que cualquier sentimiento. Sentí que nada esperaba mi llegada y yo mismo no sabía dónde ir, pero el viento parecía saber todo eso. Me dejé llevar de la misma forma que mecido en los brazos de mi madre. El viento no me llevaba a un hogar, el viento era morada y a la vez alimento. Los sentidos de mi cuerpo no parecían funcionar como de costumbre. Tan sólo el entendimiento requería de ellos y el entendimiento se iba quedando atrás. Entonces la vista pasó a ser general, no la necesitaba para nada en concreto, da igual si tenía los ojos cerrados o abiertos. Lo mismo ocurrió con el tacto, tocaba las cosas más allá de su contorno. Era como estar fuera y dentro de mí y de cada objeto que me rodeaba, incluso del cielo y del bello paisaje, incluso del viento que me impulsaba. Todo parecía ser la misma cosa. En realidad, sólo puedo definirlo como a una orquesta. El sonido de cada cosa estaba acorde con la cosa colindante, incluso yo mismo vibraba y emitía una frecuencia que variaba según avanzaba y coincidía con las cosas. Atravesaba los árboles y las aguas y las montañas y los desiertos y todo era lo mismo en esencia: armonía. Entonces comencé a sentir un cálido abrazo. Se trataba de los rayos del sol que rodeaban mi cuerpo etéreo. Cada vez más cálido fui notando que se adentraba en el interior de los huesos. Poco a poco, todo mi cuerpo se iba prendiendo hasta notar que yo mismo era una estrella. En ese momento sentí que desprendía luz. Era una luz propia, de eso estoy seguro. Al mismo tiempo fui notando el suelo de nuevo. La tormenta había pasado. Las manos se abrieron, esta vez por propia voluntad. Toqué mi rostro y mi piel era suave y cálida. Suspiré largo y armonioso. Sentí que todo mi cuerpo era nuevo, como si aquella estrella lo hubiera habitado. Me levanté, saludé al yogui y me fui hacia mi casa. Los panots de la acera parecían dibujar un camino diferente a la acera. Los pasos de cebra parecían teclas de piano y las ventanas emitían una luz parecida a la de la estrella. Los transeúntes brillaban y todos sonreían, incluso los perros y los pájaros. Llegué a casa y al poco me fui a trabajar. Una vez en el trabajo fui recobrando la memoria y el por qué hacía lo que hacía. Toda mi intencionalidad se ordenó adecuadamente. Los deseos fueron apareciendo de nuevo y los que no servían a la causa los fui desechando. Quedaron muy pocos, entre ellos, escribir esta historia, por si acaso lograba que tú también fueras a mirar en tu universo. Y ojalá en tu luz renacieras.
César C. Barrau
19-11-2022