Laudrup se enterró
conmigo, a mi lado izquierdo.
Era una fría mañana de octubre.
El fiordo Lungren, al oeste de las tierras altas, crujía de frío
ante el adelanto que las nevadas había experimentado ese año.
Este frío, más propio de enero, quiso hacernos una visita para que fuéramos
tomando conciencia de la travesía que nos esperaba en este poblado, que fuéramos
pertrechándonos con antelación de todo el abrigo necesario para atravesar el invierno que
se avecinaba y que para muchos será el último.
De noche, cuando las estrellas arriba pesan tanto que no se escucha un alma, oía toses
de niños casi nacidos que me encogían el alma, me temí lo peor...
De momento iba resistiendo —es verdad que al respirar notaba un leve pitido que brotaba
del pulmón izquierdo, pero no es nada, creí—, mi salud siempre gozó de buena reputación,
aunque los años no pasan en balde.
Ya es de día. Doy gracias a Dios por este regalo, por poder ver el denso verde que rodea
el fiordo y por poder disfrutar de mi gente, de mis arenques y demás delicias que me da
la tierra.
Laudrup, mi fiel escudero, era quien me despertaba exacto como las campanadas
de una iglesia que no existe en estos contornos. Me preguntaba si deseaba desayunar
otro alimento que no fueran los arenques en vinagre; que sería mejor para mi salud
que extendiera la paleta de mis viandas, más verduras y frutas naturales, de esas que tan
generosamente se ofrecen cerca, allá abajo, en la entraña del bosque.
Es verdad que tenía el colesterol alto y debía tener precaución con aquellos platos
que tanto me gustaban pero tan traicioneros eran, pero...
P.D. No sigo porque no pretendo escribir un relato largo ni una novela, y no creo que siga
con esta historia, por lo que...
Lo siento.