Un humedal verdoso me observaba.
La mirada profunda
de un abismo de mares y esmeraldas
que, en un lecho de espuma
de piel blanca y pequitas refinadas
da luz a su hermosura.
Dos diamantes de verde filigrana
incrustados vidriosos en la luna
del mármol de Carrara
que es su tez, virginal en la penumbra
del vano que separa
las pestañas del germen de sus dudas.
Y en el crudo glaciar, que es su mirada,
sus ojos son la excusa
para arder en la hirviente cencellada,
-en la helada y fogosa conjetura-,
de la incierta esperanza
de adorar su blanca estampa desnuda.
Y tímido mi labio, al divisarla,
cobarde le susurra
un torpe balbuceo de alabanzas,
acaso porque el suyo ni se inmuta,
seguro en la soflama:
de que será con ella o con ninguna.