Tengo miedo, un miedo intenso, latente, absoluto. El miedo de la muerte ajena, porque se siente como si fuese propia, tan adherida como mí carne y tú eres sangre de esta carne y parte fundamental de mí continuar en esta vida.
Un dolor profundo en el pecho suponiendo lo peor, que eso que no ha sucedido es inexorable.
La insuficiente comprensión: insoportable, devastadora.
El miedo de la muerte, el terror de una rasgadura irreparable en el núcleo de una familia, el suplico ahogado de plegarias evaporandose en lo vano; donde pido con toda intensidad no perder, no perderte, dar lo que me queda de lo que soy. Si es posible arrancarme la vida para entregártela, lo hago con inmediatez. Si tan solo es posible entregarte las ganas que me quedan de vivir, darte toda mi energía y mi esperanza.
Deseo profundo de hallar una forma para hacerte volver, entenderte, entender porqué es este camino tan lúgubre y no otro, no el de la paz y la tranquilidad.
La angustia del punto sin retorno. Ese punto sin saber que hacer, donde me enfrento a mis imposibilidades, buscando cambiar el destino, buscando darte el consuelo que tú no puedes encontrar, ideando cómo entrar a ese infierno que te habita para silenciar, desaparecer esos enloquecedores demonios que te hacen actuar extraño, te vuelven irreconocible, no te dejan. Quiero matarlos, aunque me vaya con ellos.
¿Qué no es capaz de hacer alguien cuando se ve amenazada su propia sangre, cuándo no quieres abandonar a quién ya se abandonó?
Abominable lado cruel de la vida: siniestra oscuridad que te está dejando ciego. El adormecimiento de tu salvación está arrastrándome, está arrastrándonos.