La tarde huele a lluvia afuera,
adentro huele a oloroso milagro,
y allí, en medio de todo, cerca
del avivado fuego en la estufa
van desmayándose los tomates
con la piel herida y al comal pegada.
Los chiles y el ajo
con un tierno beso humedecen
el filo despiadado
del cuchillo que los corta.
Estilan los pescados
sus lágrimas en el hielo,
y los condimentos de la salsa
alegran con su danza a quien los huele.
En el ritual de la cocina
el tiempo se diluye
entre el vapor del agua hirviendo
y una jocosa charla en el molcajete.
Pero antes que todo, tus manos benditas
que cortan y pican, que amasan,
que encienden el fuego
para que todo comience;
ya sean los sueños
sumergidos en la salsa;
la eléctrica alegría de la licuadora;
el baile juguetón de las cucharas
o el sonido de campanas
atrapado
en el hueco luminoso de las ollas.
Todo. Todo lo que en la cocina
se mueva con tus manos.
Y allí, muy cerca del amoroso corazón
que nos une a los humanos,
junto a las pilastras
que levantan el hogar,
envuelta en los aromas de la fruta
está tu alma cocinando,
entregada siempre a nosotros
en cada uno
de los aromas servidos en el plato.