Aún conservo la intriga que me consume desde pequeño, cada mañana al salir el sol, cuando tomaba asiento para comer, al envolverme entre las sábanas, la congoja de saber o denotar a qué saben las nubes, disfrutar también de su textura, o percibir como se siente la vejez en mi piel. Todavía quiero descubrir, a qué sabe el amor, a que huele, conocer el color del iris del gozo y sostenerme en un solo pie en el balance de este inmenso y redondo mundo. Me cuestiono al olvidar el sueño de anoche si me alcanzará la edad para devorar la muerte, esa misma que se saborea en aquel momento de hastío, en cada instante que esperamos el segundero como si fuese un temporizador, la misma que nos acompaña sentados cuando no hallamos con quien bailar, es ese sabor que resguarda el paladar al alimentarnos de manera inconsciente, hemos de sentirla al darnos una ducha como si fuera una mas y no la última, coloca regazo en nuestra espalda al negar nuestra existencia guardando silencio entre la multitud, nos toma de la mano suavemente al evitar miradas, al despechar amores. Al inventar excusas para eludir vivir; hemos de afrontar la muerte, que con júbilo se presenta ante el devenir por nosotros y resuelve nuestro agobio.