¡Por qué no hablas!
—Solo, según Miguel Ángel, le faltaba eso.
Eres tan perfecto, Moisés,
eres tan inmenso en tus formas,
en lo que expresan tus expresiones,
el contorneado exacto de tus músculos,
la tensión que de la emoción
en las palabras proviene, de tus doce tablas...
Eres tan perfecto, Moisés,
que si hablaras serías el Dios mismo,
ese que dicen que estuvo en la tierra
allá por los principios de los tiempos,
que se hizo seguir por unos hombres
que fundaron en su nombre una teología
inédita, un paréntesis religioso
al margen de los márgenes.
Te miro —ahora, que te doy por concluido—
y siento que de un momento a otro
vas a prorrumpir recitando los diez mandamientos.
Te miro y... no sé como expresar
lo que siento, es un orgullo de hacedor,
es sorprenderme de mí mismo,
de cómo el mismo Dios me posee
para conducir mis manos hasta tanta exactitud,
tanta realidad, tanta que temo que te levantes
de tu cátedra de un momento a otro y te vayas.
Te vayas a las tierras del Sinaí y asistir de nuevo
al prodigio de la zarza ardiente, a la llamada
de Javé al monte para recoger las leyes, las doce...
Contéstame a mis ruegos Moisés, te lo suplico
por lo que más quieras, dame el gusto
de oír tu voz y morir en ese instante, exhausto.
Dámelo, hazte carne, dime, pronúnciame.
Te tengo que dejar.
Debo descansar para recuperar las fuerzas
que preciso para venir y verte de nuevo,
y con suerte asistir al milagro que deseo.
Ahora, en el lecho, apoyando potente
las mejillas contra mi almohada rezaré,
y me postularé con todo mi ser a aquello
que Dios me ordene a cambio.
Te dejo para hablar con Dios y pedírselo,
aunque tenga que vender mi alma
al diablo como ya hizo ese Fausto
del que tanto se pregona en los mentideros.
Te dejo ya, no insisto, que los párpados
se me bajan como persianas sin cordel.
Adiós, hasta mañana. Descansa.
P.D. Cuando Miguel Ángel volvió la espalda
Moisés, seguro de que no era visto, se levantó
y susurrando, para que no alcanzara sus oídos,
pronunció una aleya del Corán.