I
Los años de mi vida te busqué,
atravesando montañas de hierro y bronce,
ríos de fuego y mares de sangre.
Fuiste en la garganta de la noche
mi lámpara de aceite inagotable.
Te forjé como mi daga,
para caminar entre hombres como alacranes,
y para caminar entre mujeres como serpientes;
te forjé como mi espada.
Semilla del mundo, bienaventurada;
espíritu inquebrantable.
II
Vi el rostro del abismo insondable:
tenía los ojos ciegos, la nariz partida,
y la boca llena de espinas y llagas
que sangraban al mirarle.
Caminé por tierra de muertos y de vivos,
que helaron hasta los hilos de mi sangre.
Para sobrevivir, mi corazón echó raíces al suelo
y floreció como un árbol de acero con hojas de alambre.
No sucumbí a los cuervos de la melancolía
en la noche, picoteando mi carne.
III
Entonces, tu sol, en un lento bostezo,
abrió sus párpados flamantes
y me ardió la vida en el alma.
Cada día se repitió dentro de mí ese fuego inacabable.
Y mi llama trepó por el aire
y quemó todo a su paso;
y en la lejanía, tu llama llamó a la mía
y allí terminó su viaje.
—Felicio Flores