La pobreza se vestía de esteras y palos.
Una choza edificada en la cumbre del arenal, sus tarimas poseían la humildad de los necesitados y la concepción de sus aspiraciones. Las gotas de sudor derramadas dignificaban el esfuerzo del espíritu humano por superar sin quejas un empezar carente de los ornamentos de la abundancia. El piso era tierra humedecida aplacando el polvo del sufrimiento, nunca resignaba ante el egoísmo del alimento no compartido, buscaba el abrigo ante la solitud de la noche, no ocultaba gratitud por aquellos que sembraron amor.
En la modestia de su perímetro acoderaba el día y la noche, cumpliendo la rutina del universo, eran diferentes de todos los rincones que cubrían su peregrinaje. No todos los cuerpos se nutren de los mismos bocados, tampoco perfuman su piel con el mismo olor de sus banalidades y miserias, ni se duermen abrazando las mismas plegarias. Su puerta se abría con cada esperanza que depositaba la aurora. Los rostros se refrescaban y se liberaban de todas las pesadillas intrusas de la incertidumbre.
Los corazones serenos, los brazos solidos y las piernas como dos robles, apuraban sus pasos para labrar el pan de cada día. El consuelo era cada fruto recogido con la epidermis del esfuerzo y la pureza cimentada en la honradez y honestidad de la inteligencia humana.
A la hora de volver, se envolvían todos los desafíos y se les asumía con la realidad de las circunstancias. Cuando la tarde que guiñaba sus ojos murmuraba un hasta pronto, se recibía al viento con los brazos abiertos, las ventanas se agitaban de curiosidad; el traía las voces de los nuevos descubrimientos y narraba los viajes intrépidos por descubrir otros suelos. Se procuraba entender e imaginar ese mundo que parecía tan lejano pero cercano cuando el conocimiento e imaginación discurren por un mismo sendero.
Había un fuego que no tenia maldad, se encendía con las risas que ennoblecían aquella choza, donde alguna vez moraron seres que lucharon por un mundo mejor.
EH