Hoy dibujo mis sombras en la lluvia de enero
sobre el bosque infinito, cuyo espíritu verde
de su sueño invisible bajo el viento del norte
se despierta de pronto, y sutil aparece
como aroma de un día que, sin llegar a nada,
con rocío lo es todo por la bruma silente
que se eleva despacio tras del sol que quisiera,
en un rayo perpetuo, arrancar el presente.
Hoy la luna reclama de la luz un pedazo
en el claro que, abierto tras las nubes, enciende
el fragor del azul que dormita en el cielo
plomizo de la tarde, más allá de la ingente
inquietud del paisaje que, entre silbo y susurro,
es la música oculta de la tierra en mi mente.
Valle abajo se yergue solitario, grisáceo,
el recuerdo de un árbol cuyas ramas se extienden
y vigilan los siglos de su raíz inerte
como sello señero del destino de todo
al olvido en la hierba que, a sus pies, mansa crece.
Oigo el rumor del mundo, a lo lejos, difuso,
avanzar tan deprisa hacia mí y me parece
que las cosas no cambian y que, ayer como ahora,
somos solo nosotros, que vemos diferente.
Asido al viejo tronco una voz hoy me dice:
Lo fugaz es la vida. La eternidad, la muerte