No vi tus eneas al aire
—zigzagueo de carriles—
ni tus nervudas orejas
escudriñando el futuro.
Tan sólo vi
un cristal
por el que paseaba su quilla
una pareja de ánades.
Allí hay un mar infinito
de ondulaciones en verde
donde el pastor cuenta terneros
y las fornidas vacas entonan
una sinfonía de molares,
más yo no te veo
Lebretta,
ni tropiezo con las celdas
de tus inquietos bigotes.
Tu lomo no es algodón
por el que deslizo mi mano;
fina enea,
verdes juncias
y una playa de cantos rodados
se dibujan en mi mente.
Me uno al febril escapismo
de aquel martín pescador
y sólo oigo el canto
del campesino
que repite,
la voz grabada en la piedra.
Se van llenando mis poros
de fuerte aroma a resina,
de unos ojos que me inquietan,
del incesante golpeo
de miles de gotas de agua,
de la impenetrable montaña
y a ti no te veo
Lebretta,
pero presiento que estás,
porque creo en el susurro del viento
y la nívea mirada
de las nubes.