¡Ay alma mía que habitas este cuerpo!
¡Alma sorda y ciega!
¡Alma impotente ante la infamia!
Hoy es un día negro,
un día en que el luto se ha puesto
como bandera en el mástil perverso
del poder más oscuro.
Alma mía: no te ciegues,
mira aquellas otras almas sufrir,
mira aquel país que llora y grita,
que a esta hora se desangra solo,
sin nadie a su lado,
con el peso terrible
de la indiferencia humana.
¿Dónde están las demás almas?
-pregunto-,
¡esas que se nombran a sí mismas
solidarias!...
Perú llora a sus muertos
y el mundo calla, voltea hacia otro lado
y se torna cómplice de los canallas.
Muertos aquí, heridos más allá;
solo un pensamiento unifica
las almas de los más altos seres:
¡justicia!.
Alma mía, no llores, ¡grita
como nunca has gritado jamás!
Y que tu grito halle eco
y rompa el vacío de las almas sordas
y abra las entrañas podridas
de los que asesinan al pueblo.
Aquellas almas tan solo
pedían una renuncia, ése fue su delito,
y la respuesta fueron balas,
sangre cuajada en las calles,
sangre que ha quedado
como un señalamiento puntual
e imborrable, del crímen cometido
por una sola persona.
Alma mía, no duermas nunca,
no en este momento,
ten presente una cosa:
mis hermanos sufren,
mas debes saber esto:
su digna valentía
no los detiene,
seguirán los que quedan,
los que se salven de estas masacres,
los que una y otra vez
antepondrán a las balas su pecho,
altivo y digno,
como sólo los hombres libres
pueden tenerlo.
Y para ellos, mi canto.