Una casa abandonada durante años, llena de malezas y bichos ponzoñosos, fue vendida en rebaja por tales condiciones a una pareja sin hijos que a pesar de sus pocos recursos pudo arreglarla a su gusto, entre todos cortaron la maleza y plantaron varios árboles, pusieron macetas, vistosas cortinas, pintaron muros, lavaron bien pisos y azulejos, arreglaron puertas y ventanas; una vez terminados los arreglos la casa de veía modesta y acogedora, don Agustín, el padre del esposo disfrutaba sentarse en el jardincito todas las tardes a leer algún libro mientras aguardaba la llegada de la pareja, los días de asueto salían salir juntos de paseo, eran en suma, una familia feliz; sin embargo, Marcela se quejaba continuamente de que a pesar de sus esfuerzos no habían podido controlar la presencia de los insectos que se negaban a abandonar la casa, es decir, toda suerte de bicho rastrero y aéreo se paseaba de vez en cuando en pisos y paredes o se atravesaba volando mientras veían el televisor o platicaban en el comedor, al principio no era algo alarmante, pero Marcela fue desarrollando tal aversión a esas presencias que en lugar de apaciguarlas empezaron a ser cada vez más frecuentes al grado de convertirse en una verdadera plaga, en vano compraba insecticidas, repelentes y toda clase de productos para exterminarlos que los mantenían a raya durante el día, pero regresaban con saña al ocultarse el sol invadiendo descaradamente muebles, aparatos eléctricos, muros y pisos por más limpios y desinfectados que estuvieran, a Miguel, aunque en menor medida también le molestaba la presencia de hormigas, arañas, cucarachas, ciempiés, moscos, alacranes y hasta grillos, estaba muy preocupado, su hogar era encantador, pero entre Marcela y su paranoia y su propia repulsión a los insectos la situación se tornaba muy incómoda, al único que no parecía molestarle la situación era a don Agustín, que con bichos o sin ellos dormía plácidamente las noches en el zaguán, sin repelente ni mosquitero que lo protegiera.
- ¿Cómo lo haces papá? No hay casa más limpia en toda la colonia y sin embargo éstas alimañas no nos dejan en paz, sólo tú estás tan tranquilo, ¿cómo es posible que no te pique ninguno de tantos bichos?
-Ay, hijo, recuera que no eran tantos, si ustedes no fueran tan extremos en su limpieza se irían poco a poco, pero con esa actitud les han declarado la guerra y en proporción, ellos son más.
-Pero don Agustí-terció Marcela- así no podemos vivir, hemos gastado nuestros ahorros en ésta casa, no es sano ni normal que estemos invadidos, creo que ni abandonada había tal cantidad, esto parece un maleficio.
-El único maleficio se lo hacen ustedes, ninguno de nosotros creció con desinfectantes así que es absurda tu obsesión por deshacerte hasta de la última hormiga
-Pero entonces, ¿qué hacemos? ¡Me estoy volviendo loca!
-Pues fácil, ya les dije que están en guerra, hay que negociar
-Qué ocurrencias las tuyas papá, ¿cuándo se han hecho pactos con cucarachas y arañas? ¡Las plagas hay que exterminarlas!
-Yo sé lo que te digo, aquí los intrusos somos nosotros y si no platican la casa se va volver inhabitable.
-Ay papá, yo creo que tú has de haber sido cucaracha en otra vida, no es posible que alguien pueda entender a los bichos
-Allá ustedes, yo ya hice un pacto y duermo muy a gusto en el porche.
Era cierto, mientras la pareja se revolvía en la cama acosados por el zumbido de los mosquitos aguijoneando el pabellón y el vuelo desenfrenado de las cucarachas en la oscuridad, el padre dormía profundamente afuera. Manuel decidió contratar servicios especializados de fumigación aunque fuera algo elevado el costo, el fumigador se presentó esa tarde a la hora en la que las alimañas comenzaban su aparición, pero extrañamente y como si conocieran el peligro no se presentaron, aún así el fumigador hizo su trabajo y se alejó dejando la casa con un fuerte olor a químico, los jóvenes decidieron por ello pasar la noche en casa de unos vecinos e invitaron al papá a acompañarlos, pero él se negó aduciendo que de todas maneras él dormía en el patio sin problemas. Al otro día cuando el olor estaba lo suficientemente disipado regresaron a limpiar concienzudamente la casa y así estuvieron tranquilos un par de días, sin embargo, al amanecer del tercero sus pesadillas reaparecieron al ocultarse el sol cuando una nube de mosquitos entró velozmente por la ventana que la pareja, confiada había dejado abierta, fue inútil tratar de refugiarse en el pabellón, pues cucarachas y arañas subían por las patas de la cama, Marcela estaba tan asustaba que solo acertaba a gritar horrorizada y aferrarse a su esposo quien, rebasado por la situación no sabía que hacer, pues veía con la luz todavía encendida cómo por las cortinas, paredes, los muebles y piso eran recorridos por especies tan diversas como arácnidos, blátidos, dípteros, formícidos hasta coleópteros, enjambre enjambres atacaban el pabellón, se metían en el clóset, lllos jóvenes, desesperados se sentían como protagonistas de una película de terror y la mujer, escondiendo la cabeza en los brazos de su esposo le suplicaba que hiciera algo, pero él estaba tan asustado que lo único que se le ocurrió hacer fue gritarle a su progenitor:
-¡Papá, ayúdanos!.
Desde afuera él le contestó:
-Te lo advertí, ¿qué quieres que haga yo ahora?
-¡Haz que se vayan¡
-¿Yo? pídeselos tú a ver si te obedecen.
-¡Papá por favor¡¡llama a los bomberos, a quien sea, echa humo!
-Ay hijo, si no hubieran rociado tanto veneno…
-¡Don Agustín¡ ¡Se lo ruego, me va dar un infarto¡
-Cálmate hijita, no te van a comer, mañana platican con ellos ahora están muy enojados, mejor váyanse con el vecino como hicieron hace dos días.
Por vergüenza o por terror, la pareja pasó toda la noche entre zumbidos de mosquitos y vuelo de cucarachas, de los cuales uno que otro logró traspasar el mosquitero y al reptar por las sábanas con las cuales los jóvenes se habían tapado provocando alaridos en la mujer al sentir sus patas rozando la tela, tan cerca de su piel.
Cuando amaneció y las alimañas regresaron a sus escondites el padre entró como si nada hubiera pasado a prepararse un café, la pareja lo miró resentida, estaban demacrados y ojerosos.
-¿Quieren café?
-No te burles papá, esto no puede continuar así, ¿De dónde salieron tantos bichos?¿Acaso tuviste algo que ver?
-Yo nada, ustedes con su obsesión, los insectos tienen su razón de ser, han convivido con nosotros desde que nos despiojábamos en las cavernas, pero claro, ahora resulta que salen sobrando y queremos vivir en una burbuja, si realmente quieren estar en paz déjense de insecticidas pendejos, más se van a enfermar ustedes, cuando se oculte el sol ustedes permanezcan conmigo y les ayudaré a llegar a un acuerdo, eso sí, nada de gritos ¿comprendiste Marcela?
-Don Agustín, eso es una locura, los bichos son bichos, ¿por qué tenemos que tolerarlos?
-Porque ellos estaban aquí antes de que nosotros llegáramos y si no hubieran malgastado su dinero en tanto veneno para exterminarlos hubieran dormido a gusto desde el inicio, ¿acaso uno cuando va al bosque vienen los venados y las ardillas a corrernos? Ustedes exageraron por eso cada vez hay más insectos.
-Como sea amor, yo solamente quiero dormir, hagamos lo que papá dice, estoy harto.
-Está bien, don Agustín, haremos lo que usted nos diga.
Al anochecer de ese día, como de costumbre los insectos comenzaron a hacer su aparición, don Agustín, sentado en la mesa con sus hijos había dejado abierta la puerta y hablaba en voz baja, dándoles la bienvenida, ordenando a la pareja hacer lo mismo lo cual hicieron a regañadientes, sobre todo a Marcela, quien cerró los ojos y comenzó a temblar, se sentían ridículos pero ya habían intentado de todo, poco a poco la casa se fue llenando, alimañas: entraban por la puerta, la ventana, las rendijas y de quién sabe qué otros escondrijos, la mujer estaba completamente erizada y nerviosa, pero don Agustín seguía hablando con tono afable, disculpando a su nuera, su hijo estaba muy tieso y balbuceaba, Agustín les ordenó disculparse, lo cual les costó aún más, don Agustín dijo:
-Ustedes creen que los insectos deben ser exterminados, pero en la naturaleza nada sobra, ni siquiera éstos que ahora vienen por millares, somos proporcionales a ellos en número, aunque no lo parezca por el tamaño, entiendan eso y discúlpense, para que sólo se queden los que corresponden y podamos vivir en paz en una casa, no en un hospital donde todo huele a desinfectante.
Los jóvenes obedecieron y juraron no volver a fumigar la casa ni ser tan exhaustivos con la limpieza, entonces, y después de dejar subir unas cucarachas en la palma de la mano abierta (Don Agustín tuvo que sujetar fuertemente la mano de su nuera que se estremecía como licuadora al sentirlos) éstas sellaron su promesa a nombre de todos los insectos ahí presentes depositando diligentemente sus huevecillos, lo cual fue demasiado para Marcela quien se desmayó después de exhalar un agudo grito, don Agustín la sostuvo antes de que se desplomara y tomó con cuidadosamente los huevecillos, envolviéndolos en una servilleta, como resultado los bichos regresaron a sus escondrijos, disminuyendo notablemente hasta que solamente se dejaron ver ocasionalmente algunos, aún así don Agustín tuvo que recordarles innumerables veces su promesa cada vez que a Marcela se le ocurría llegar del supermercado con un frasco de insecticida.