Un guacho, vil, despechado,
como un río trunco y seco
no pudo endulzar al mar
y amargó su corazón.
Por cobarde para el llanto,
supo mandarse a tallar
una cicatriz maleva
surcada de norte a sur.
Similar a un senderito,
esa lagrima perpetua
trazada por la hábil daga
de su miserable albur.
Menos hombre que animal,
sin pasado, ni futuro.
Su vida, un presente eterno
dictado por el destino.
Qué otra empresa habrá tramado,
el teatro de un baldío
como escenario final
seguro le ha reservado.
Oí a esa lagrima muerta,
confesar bajo silencio,
que no tiente su mirada
para no adentrarme a un duelo
porque los ojos del paria
eran puertas de un infierno.
Dónde habrá quedado su alma,
Dios quiera darle consuelo.