Doña Tina pasaba a veces hasta cinco horas diarias ofreciendo su atole, ramas de epazote, hierbabuena, hojas de chaya, sus naranjas y alguna otra fruta recolectada la tarde previa, hacía tiempo que vivía de eso sin conocer ni intentar otra forma de mantenerse; Tina era una anciana que amaba su solar siempre verde donde las tortolitas la despertaban temprano a su diaria lucha por el sustento, un solar que se vio de pronto rodeada de casas y apartamentos que apenas tenían un pedacito de tierra libre, casas y departamentos que contrastaban con su choza de barro y techo de palma, rodeada por árboles de zapote, naranja, saramuyo y macetas, diversas macetas acomodadas ordenadamente la entrada; aún de madrugada, doña Tina salía de su choza para lavarse la cara en el brocal del pozo y perfumarse con ramitas de hierbabuena, después reunía sus productos cuidadosamente sobre un mantel, sobre la tierra apisonada de su choza, todavía frescos, como si esos frutos fuesen algo sagrado por el solo hecho de haber crecido en la tierra rojiza del solar, para ella preparar el atole era un ritual por el esmero con que lo hacía, recordando quizá la cantidad de ocasiones en que lo destinaba a sus hijos, ahora dispersos por el mundo moderno del que entendía tan poco; un hipil viejo pero impecable era su uniforme, tomaba un carrito de supermercado que alguien le regaló, colocando en él la olla, sus jícaras, sus frutas mientras en un sabucán acomodaba lo demás y caminaba hacia la esquina. Hiciera frío, lluvia o sol, únicamente protegida por un rebozo ajado y las ramas de un capulín ofrecía su humilde mercancía, hablaba poco, con la prudencia que dan los años a la escasa clientela que aún apreciaba sus productos; era tal vez su semblante sereno y su aspecto frágil lo que atraía a la gente, tan acostumbrada a las prisas y preocupaciones de la ciudad para relajarse con un atole servido en jícara, el agradecimiento y las bendiciones eran gratis, así como la sombra y el olor a hierbabuena de su esquina.
Empleados madrugadores, mujeres trasnochadas del bar cercano y amas de casa se acostumbraron a su presencia como a algo místico, una oración al pasado, una melodía de paz o simplemente una ancianita pobre.
Un día, doña Tina no acudió al llamado de las tortolitas ni volvió a refrescar su rostro con el agua pura del pozo; la gente que alguna vez se relajó con el atole servido en jícaras comenzó a extrañarla a pesar de su oscura existencia, ¿quién más les podía agradecer con tanta sinceridad su decisión de comprarle algo?¿quién más los bendecía al despedirse? Lo único que rompió la monotonía que siguió a la ausencia de doña Tina fue el persistente olor a hierbabuena de su esquina, como si la ancianita no se hubiera percatado de su propia muerte y continuara ofreciendo sus productos a los transeúntes que poco a poco la olvidaban, excepto las mujeres del bar, quienes todavía creían oír sus bendiciones al nombrarla cada vez que se detenían en la esquina. Cuando el espectro de doña Tina se convenció de que hacía tiempo debió partir hacia la región de los desaparecidos besó el suelo donde tantas veces la acompañó el capulín y éste, en señal de despedida hizo brotar de sus raíces alegres guías de hierbabuena; ¡qué casualidad!, exclamaban algunos, ¡es un milagro¡ aseguraban las mujeres del bar “qué bonito recuerdo” susurraba con sus ramas el capulín.