Era con su linda risa la estampa de una rosa,
con su rojo labial, hacia coquetos a mi feo gesto;
solo creía que aquella risa, era más bien juego que goza
una muchacha así, jamás despacha desbordando eso.
¡Fermín ven ayudarme aquí!; decía en estante tres,
¡Ah! benditos libros descompuestos! podría abordarla luego,
colocaba aquellos, pero esperaba momento para un revés,
mirarla, hablarle, gestearle y generar algún tipo de apego.
Raquel con su mano, rosaba a la madura mía, no lo creía,
mi avanzada edad con su ternura de niña traviesa, difería,
a aquel instante, la acorde propuesta de galantería;
¡Raquel pásame esos libros! Y culminaba aquel contacto vía.
Aunque juego, aquella sonrisa, la llevaba dentro de mi alma,
en mi soledad de cuarto, después de jornadas yo la revivía,
me negaba a creer en ese objeto, que robaba mi paz y calma;
no lo niego, al soñar también su despliegue hermoso, más quería.
Fue creciendo de aquella niña el conocimiento, más: ¿Qué buscaba?;
ella con su risa en cada mañana, me hacía creer que le gustaba;
audaz pensamiento que más tarde se cayó de grada;
pero en ese instante me sentía tan lleno de aquella dulce amada.
Era para mi increíble, como a mi edad se formó eso a destiempo;
cambie mi mundo, mi cuarto, compre macetas con flores blancas;
esperaba que algún día, mi niña aceptara mi invitación contenta;
esa era la razón del cambio radical de mis cosas feas y flacas.
Antes de llegar a la librería, me miraba en vitrales que reflejarían;
tal vez esperaba en ellos, el verme tan bello como un gran caballero
que en afán de conquista y todo lo del alma dentro, lo conseguirían,
terminaba eso y alegre metía por verla primero entre casillero.
Pero en ese día, en qué le diría, pidiendo un envió de adorables rosas,
encontré a Raquel al final de jornada, besando gustosa al fulano aquél;
de tristeza cayeron mis fuerzas, un puñal de dolor hundió mil cosas;
era Bartolo: el mozo mandadero de la librería ¨Esquivel¨.
Dolor, celos, nostalgia, mi encuentro; esa daga mato mi esperanza,
no era cierta aquella ilusión, cayeron mi luna y estrellas, junto a mis rosas
que llevaba para decirle que fuera mi novia e invitarla a casa,
cayo un caballero junto a aquellas rosas, yo inocente no sabía esas cosas.
Venció su sonrisa, solo dijo: ¡Hola!, ¿Qué haces Fermín?... Adiós; ¡Hasta la vista!,
y oculte las rosas a mi espalda, tirándolas después en el suelo revueltas;
ellos marcharon abrazados esa tarde y yo enfrente de librería con lastimosa sonrisa,
terminé mi última lagrima por esa chiquilla y partí ya de noche entre rosas disueltas.
Isaias Glez.