Desperté nauseabundo. Encendí la luz de la portátil y, con los ojos entreabiertos, la vi desnuda a mi lado, tumbada como una botella vacía. Le di mis sábanas y abrí las cortinas; la luz del sol entró como una bala. Despertó con el ceño fruncido, preguntó la hora con voz de sueño y se percató de que había dejado su reloj junto a la portátil: eran las diez.
Se levantó y fue al baño. Había papel higiénico en el suelo, y la luz estaba encendida, pero a cada tanto se apagaba. Dejó la puerta abierta mientras intentaba seguir durmiendo, sentada en el retrete. Abrió la ducha y regulaba la temperatura del agua poniendo la mano, aunque, en estos lugares económicos, el agua es más fría que caliente. Se puso a cantar; aunque no se entendía bien, su voz era dulce. Regresó y, aún estando mojada, me miraba a los ojos y sonreía mientras secaba su cuerpo con una toalla que parecía tener pelos.
Me senté en una silla que estaba en un rincón del cuarto, al lado de la ventana, y encendí un cigarrillo que encontré tirado en el suelo. Ella se vistió, abrió su cartera, guardó sus pertenencias con cierta prisa y dijo: «Me voy».
Me quedé solo con mis ideas, jugando con el humo del cigarro y sus formas imposibles. Me vestí y traté de ordenar el cuarto, que parecía una jaula de zoológico. Fui al baño, me miré en el espejo y me vi algo demacrado. Ya no quedaba nada de ella: ni un olor, ni una prenda de ropa, ni un cigarro. De mí solo quedaba mi billetera. Cuando la abrí, ya no tenía dinero… ¡Maldita zorra!
—Felicio Flores