Recuerdos de aquella tarde
se vienen hoy de repente:
¡Cómo gritaba la gente,
no miento, no es un alarde!
Aquello, un acto cobarde,
se dio donde yo vivía.
La gente solo corría,
queriendo mirar al hombre.
Y no escribiré su nombre,
pero sangrando moría.
Su cuerpo se retorcía
y la sangre lo anegaba.
Su mirada, algo buscaba,
pero nadie lo sabía.
La tarde se entristecía
porque llegaba el ocaso
y el hombre con su fracaso
dejaba una moraleja:
«La muerte siempre refleja,
que somos aves de paso».
En eso llegó su hermano
corriendo con mucha angustia
y con la mirada mustia
le agarró fuerte su mano.
¿Quién fue ese mísero humano,
que se metió hoy a tu casa?
¿Dime hermano, di qué pasa,
yo quiero saber su nombre?
¿Y dime, quién era el hombre,
que hoy tu vida entera arrasa?
Su hermano balbuceaba,
pero nada se le oía
y la sangre que salía
al compadre salpicaba,
cuando su boca limpiaba.
El momento fue muy tenso.
Producían cruel suspenso
las preguntas sin respuesta
con la escena tan funesta
de aquel pobre hombre indefenso.
El herido dio un suspiro
con dolor y despedida
porque la profunda herida
lo dejó sin un respiro.
Y emprendí pronto el retiro
cuando vi aquel cuerpo inerte
que miraba ya sin verte
con su pecho ensangrentado
porque el hombre desdichado
lo llevó la sacra muerte.
El compadre preguntaba:
¡Quién te hizo la cruel herida,
que te arrebata la vida?
Y viendo el cuerpo, lloraba.
Hoy temprano recordaba
aquella escena dantesca
y la pregunta grotesca
que pervive en la memoria
¿Y por qué habrá tanta escoria,
con el alma canallesca?