Naciste tras un parto de vocales
(crisálidas aparte, mariposa).
Pendiente de pretéritos cristales
buscaba que tu luz vertiginosa
hendiese toda carne como espada
etérea, flamígera o lustrosa,
según me pareciera. Delicada
te vi crecer y dar, a cada instante,
la esencia de mi ser multiplicada
por ella, la absoluta interrogante.
Y ahora, que ya vamos de la mano,
que somos una voz desconcertante,
¿me vienes a decir que todo es vano
si faltan la caricia imperceptible
y el austro de una fusa sobre el piano?
¿Y dónde buscaré lo bonancible?
Del hombre nada espero y, por instinto,
mi mente se debate en la intangible
escucha del recuerdo, casi extinto;
desecho, me adormece mi natura,
e intento liberar del laberinto
los sueños que una vez fueron locura
tras formas de paisajes del pasado
y sendas por andar a la aventura.
Como ese amanecer junto a tu prado.
Allí, donde la vida es permeable
solaz que en la memoria he dibujado
igual que cuando fuimos: inmutable,
cuajándose de auroras y celajes
en un acariciar de seda amable
que Apolo ledo guarda entre ramajes
y bandos de estorninos; cuyo canto
dedícase al placer en mil lenguajes
por ti, gacela indómita del llanto
eterno. De tus brazos la mañana
discurre hasta esconderse tras el manto
que cubre con ternura esa manzana,
la misma que desnudo fui a probar
cuando éramos dos ángeles sin grana
y tú me diste entrada hasta tu hogar.
Mas sé que ya no estás, sino en mi mente,
y escucho tus gemidos como un mar
que se alza embravecido al occidente
llevando tu mirada a fuego impresa,
tatuada en mis arterias cual torrente
batiendo mi latir que nunca cesa
y al orbe derramando en el solsticio
de sangre esta mi arcilla que te besa,
prendida de tus alas, hasta el juicio
final en que las almas y su cera
habrán de averiguar algún resquicio
de amor que las convierta en primavera
bendita para siempre, bien dispuesta
a verse en la ascensión hasta la esfera
celeste e inmarcesible, como fiesta
floral de melodías estelares.
Brillante, cada pétalo se apresta
refulgiendo por todos los lugares
como agua luminosa que se expande
sin término ni fin y sus cantares
son fuente de una vida aún más grande;
allá donde la luna se sonroja
al ver el corazón del sol, el glande
del cielo atravesando el himen puro
del aire, renovando la utopía
en cálamos que beben de lo oscuro
y vuelan para hacerse poesía.