Que la muerte llegó para buscarte:
He allí el gusano flotando en el café de la mañana
La púa que licuó voz y garganta
Agujero en pañuelo blanco.
Nadie lo quiso creer
Todos vaciaron sus bolsillos
Todos dudaron, buscaron indicios
Tu saludo intempestivo
el golpe de incorrección, tu curiosidad implacable
tábano besuqueando tenaz el anca del caballo.
Rastreamos, aquí y allá
los restos de tu mirada llena de cristales
La inteligencia que pica y lame, destroza y zurce,
que arma y desarma
regalo magnífico para quien la soportase.
Buscamos en el patio, en el zaguán,
el armario, la casa verde
La silla que domesticó tu médula,
la azotea
donde el vaho del toronjil quemado se elevaba.
Nada. Ni una miga de tus asombros.
Apenas el chasquido del alma que parte sin jarana,
Apenas el aliento para despedirse del dolor,
La columna machacada
El pecho hundido
las pupilas vencidas por esta ceniza de dos siglos
la peste negada tres veces,
la peste cortando los últimos hilos.
Que la muerte llegó para buscarte, nos avisan
Y tú fuiste en pos de aquel beso,
a pesar de tu pavor,
la cuenta de las primaveras sin uso.
Quién lo diría.
Ganó la cortesana jorobada,
la que siempre esquivaste
Y nos has dejado sin señales.
Justo así, y tan breve
Apenas telegrama
Al revés de lo que fuiste
boca llena, risa en síncopa, exuberancia,
la oliva, el río, la paciencia feroz de quien cría
Tu melancolía de padre trashumante,
Playa, Monalisa, páramo, caracola, espuma, laguna negra,
ciudades imposibles en las que habitaste.
¡Tanta hambre de lo bello!
Todo el temblor, todo el acero
que ayer nos bastaba.