Yo no llevaba entre mis manos
el frío manillar metálico
de los nervudos ciclistas,
ni lucía prenda alguna
de llamativos colores.
Nadie gritaba ¡arriba, arriba!
Y en cada curva
encontraba,
envuelta como regalo sorpresa,
otra curva,
con su peralte,
su tanto por ciento
y su charco de sudor.
Maillot verde, rosa, oro
¿amarillo?
Extiendo mi mano al frente
y noto la húmeda espalda
de una manta de lana
y más adelante un refugio
por el que transitan vacías
una tras otra las sillas
—procesión de cirios apagados—
y junto a ellas una leyenda:
Baqueira Beret.
Una hilera de brazos al aire,
sembrados en la cuneta,
se movían a mi voluntad
empapándose de lluvia,
hasta llegar al gran Arco
donde aguardaba la gloria
de un día de alta montaña.
Suena rítmica la guitarra
y la voz rota
de mi tierra;
ya veo nubes y pizarra,
allá diviso mansiones
remontes de ida y vuelta,
veo las copas de los abetos
en perfecta formación.
El valle me va tragando
devolviéndome a la arena,
en la ribera del río
y en lo alto
se asentaba Baqueira.