Alberto Escobar

Leche de muerte

 

Fatale Monstrum, 
la serpiente del vino.

—Horacio arremete contra Cleopatra en una de sus odas. 

 

 

 

Esperando sentencia.
Yacía exhausta, su diván se curvaba
ante su liviano peso, no tenía ánimos.
Marco Antonio suicidado, su desahucio 
sentencia de muerte, ella, esperando.
No quiso ser pasto de homenaje, trofeo
de guerra para encomio de malvados.
Augusto imperando, el arco máximo engalanado,
los lictores delante, el esclavo susurrando
memento mori como toma de tierra, y ella, 
desharrapada, despeinada, sin el glamur
que le caracteriza, bestia parda, disfamada,
humillada hasta decir basta, cosificada ante la masa. 
Preparó con esmero la bañera, de nácar blanca,
sin prisa, su último momento de placer, su último recreo.
Llamó a su ama de llaves interesándose por las ubres
de una burra recién parida a la sazón.
Tanto llega el cántaro a la fuente que tal lo recibe
en el contorno de sus manos lo vierte, manchando
de candidez el frío metálico del recipiente, salpicando
de pronto placer el vestido que todavía porta. 
Busca y encuentra su poma de Chanel número cinco,
deja caer solo cuatro gotas, o cinco, y, deshaciendo
el solo nudo que tras la garganta sujeta el vestido,
las telas caen demorándose, lenta, sobre un suelo
de lignito y lapislázuli que engulle la magia. 
Adelanta su pie derecho y testea el calor de la sustancia.
Acepta y adelanta el pie que falta, flexiona pantorrillas
y nalgas e introduce toda su hermosura en la bañera. 
El placer que siente es tan inmenso que se olvida
de lo importante; de que en breve sus ojos dejarán de ver. 
Antes de decidir la entrada en escena del áspid
se sumerge entera, hunde su cabellera negra 
en la oleosa leche y sueña, sueña que todo es mentira. 
Una vez saciada busca la fatal serpiente, la prende 
de la cabeza, le cierra las fauces y la hace nadar libre,
a su sabor, que haga lo que le plazca, que la envenene
cuando el hambre de sensualidad le empuje inevitable.
Ella seguía en su nihilismo de ensueño, retrocediendo
a los años de su niñez, cuando el horizonte era eterno,
cuando la familia existía y la soledad era una entelequia. 
Siente, casi de improviso, una punzada en el muslo
izquierdo que, tras teñir el entorno de carmín, llega
al entendimiento de que su hora ha llegado. 
Descanse en paz reina entre las reinas.