Por el suelo, entre cristales,
arrastraba sus despojos
derramando soledades.
Tras el camino que deja
cada recuerdo un desgarro
y la cruz cargada a cuestas.
De la sangre de sus versos
trazó un corazón herido
tatuado en frío al silencio
de esa boca que, callada,
se mantenía distante
como una noche de estatuas.
Donde lívido, ya mármol,
cantaba un pájaro negro
con alfileres de llanto
y una lágrima cercana
partía de la ribera
de sus ojos, bajo el alma.
Pedía solo una cosa:
que le dejase olvidar
el amargor de esa copa.
...Que me den la extremaunción,
que la muerte no es ajena
y enajéname el amor...
Allá fue, besando espinas
en el altar de su pecho
mientras crecía el estigma.
Una lluvia de cuchillos,
un espejo que se quiebra
sobre el terreno baldío
camino del cementerio,
esperando redención
en la tumba del deseo.
...Nada saciará esta sed,
ni el rubor de otra mañana
podrá despertar mi fe...
Clamaba pronta la muerte,
porque supo que el engaño
es una herida perenne.
Como espectro se movía,
masticando la traición
y los cardos de la vida.
Despedazados los sueños,
ante el mar de las ausencias
partió y quedó este lamento,
hiriente como una llaga,
sobre la sombra vencida
sin cuerdas de su guitarra.
...Que me den la extremaunción,
que ya no me queda sangre,
solo queda su dolor...