Siempre he visto pinturas de Cristo
con su cabeza en espinas, inclinada a su costado
sus ojos cerrados y sus heridas del flagelo y de la lanza.
Pero ayer la imagen ante mí era de un Cristo vivo.
Su cabeza erguida en lo alto y sus ojos abiertos y en ellos
el mundo, traspasaban mi mirada arrobada.
Eran esos ojos mansos y sin sombras de reproche,
sin tristeza de dolores.
Ni de su alma que aun no había ido con el Padre,
ni los de su cuerpo lacerado.
Este Cristo mío, me miraba, vivo todavía,
enterneciendo mi ser adolorido.
Y lleno de amor estaba por exhalar el último suspiro.
Y yo, de pie, sólo atiné a doblar mis rodillas
para adorar con humildad a la imagen de mi Cristo vivo.
De mi libro “De mi baúl y de esos cofres de luz”. 2016 978-987-4004-21-5