Presas con un aspecto extraño.
En el vacío nos precipitamos.
El estado de presa está inscrito
con el tizón de la felina mirada.
La indiferencia es una bestia,
recupera un estado de presa
que nos reenvía al bosque.
Una libertad, apenas regocijo,
buhardilla marginal en el límite.
El olvido, el perdón y la inconsciencia
embriagan una tensa atmósfera:
casi cómplice con el depredador
vemos la seducción desplegada
en la atmósfera, el ritmo del calor
liberado por nuestros cuerpos
eleva el anhelo de ajenidad.
La ventana recorta el panorama,
con un incienso aturdidor
ingresan oleadas del bálsamo,
con el perfume de las respuestas
y los grillos que parecen niños.
Una fragancia agridulce confunde.
Y cocina en la distancia
risa, cicatriz, extravío y mudanza.
En un lugar distante, una reclusión
se forma de la ebullición y
distorsiona los sabores.
Sueles tener anegado el acceso
a la sal de otro cuerpo.
Y soy presa, no encuentro alivio.
Hay un depredador desconocido,
no encuentro armas.
Su invisibilidad garantiza
el desbarajuste de la inteligencia.
No me temblará el pulso
cuando pueda darle muerte
al sarcasmo del hedor infame.
Casi no puedo aspirar la vida
con estos pulmones deshechos.
La lucha es necesaria y urgente,
mi taquicardia vigila la fragilidad,
la retiene en un santuario
disconforme con los golpes.
No busco romper,
romper como el volumen,
la fuerza y la insistencia
que cubren el paisaje nevado
de algunos corazones.
El repiqueteo de los golpes
sobre el corazón puede
despertar también la sensible
masa de los suspiros de un violín,
la tormenta desatada en la piel,
las respuestas son brotes de amor
que salen de la tierra.
La concupiscencia
contenida en el estómago,
en la sinceridad de las lágrimas.