Aquí está el otoño…
en su quietud caminan de prisa las cosas.
Hay rastros de mayo colgando en cada espina
pies descalzos lamiendo el fuego del arroyo.
El semblante pálido de los álamos,
como un deshuesadero de almas y de olvidos
pulsa las cuerdas de la nostalgia;
todo es tan mínimo y perfecto en estos días;
como la agonía de un clavo atravesado
por una mano furtiva y pasajera…
y desde un rincón sombrío,
me miran los ojos de una muchacha.
Una crucificada melodía en cada hoja
canta el disimulo del miedo
como una oración fervorosa y breve,
la luz está tendida a ras de suelo, trémula y cansada,
como las aves migrantes de la memoria
donde un mugido apagado por el fuego frío de la niebla,
invoca el retorno de la manada…
Se precipita el invierno, se precipita lentamente
trayendo toda la poesía que me vive,
en sus morados tendones.
En los cercos de púas
un ángel errante ha enredado sus últimas alas
donde navega más de alguna herida,
y la soledad al final de los potreros
es tan humana como la mía…
En cada contorno…
hay rastrojos de humaredas al fondo del paisaje;
pájaros sin nombre que huyen
como antorchas de algas y dolor
en la poblada rebelión de mis cabellos.
Siento correr el barro por mis venas en estas horas
en fluviales elongaciones de perfume…
No voy sola pequeña mía
me acompaña el chanel del pan tostándose en el brasero;
y ese temor tan dulce de añorarte
en cada lamento herido de las ramas…
Hay una ventana en cada silencio
abierta a la raíz del viento,
amo lo que me duele de este invierno;
las manos de mi madre buscando faunos entre mis trenzas,
el galope terco de los huesos de mis hermanos muertos.
Los goterones de mis gatas en las penumbras,
me recuerdan los suavísimos brazos de la muerte
enlazando el carraspeo monótono de los caminos.
Hay un pedazo de desnudes en cada vuelo;
y esa vieja manía de llorar
sobre los despoblados nidos
va llenando los vasos de mis viejas lágrimas.
Voy solicita y cansada a mi propio encuentro…
Yo sé que detrás de cada puerta hay un despojo de niñez
en los girones del alma…
como la quietud de un látigo reposando entre las carnes.
El trigo dejó tendida su ropa entre las cañas
las carretas duermen como un reloj sin cuerda
bajo el suave gobelino de las sombras.
Me siento tan mínima sobre la ocre mialgia de las hojas;
mi corazón es una tinaja rebosante de recuerdos
y a cada paso, la muriente alfombra de la vida,
deja caer sus palabras sin nombre, sin palabras
en la desarropada cruz de los senderos.
Alejandrina Vargas