A las orillas del mar
terminan nuestras historias,
se cuentan como infinitas
aunque nos parezcan pocas.
Se derrumban como el tiempo
que a sí mismo se devora,
como el agua se hace espuma
sobre las crestas canosas.
Regresan sobre la arena
como estrellas, como conchas
vacías, como esqueletos
desnudos, luces y sombras,
como restos del naufragio
de la vida y de la gloria
que fueron alguna vez
y que nada son ahora.
Agua y música en silencio,
pertinaz, cautivadora,
de la sangre que se eleva
y desciende sin demora
al ritmo azar de una luna
que, entre las nubes, asoma
y pende del punto exacto
donde las palabras sobran,
donde las miradas dicen
lo que el corazón razona
de la lucha, cuerpo a cuerpo,
de la flagrante derrota
de la carne, del espíritu
y el fragor de las gaviotas
que gritan ante el crepúsculo
a una noche de albas rotas
que recuerdan lo que fuimos
hasta llegar a la costa,
marea sobre marea,
el salitre, tu y yo, a solas
donde nada permanece,
donde las huellas se borran...
Respiramos, somos almas
que se van unas con otras
como si reconocieran
el camino en la memoria
que se repite, por siempre,
olas, tras olas, tras olas...