La transparencia opaca de su adiós
ha venido a visitarme esta mañana
y no ha entrado por la ventana,
si no, que lo ha hecho, desde el silencio de mi voz,
que, descuartizada, ha trepado por el barranco
de las brumas y del espanto
que envuelven la soledad.
Silencios que se cruzan en la plaza
de la desilusión y la desesperanza,
tropezando en su caminar
y cojeando en una inestable danza
que lucha entre la carencia y la debilidad,
y parece una chanza,
pero es la eterna asechanza
que se ensancha y que se ensancha
en un puro, puto punto, a punto de estallar:
¡Pero nunca estalla!
No sé cómo ha aparecido,
ni en qué rincón se escondía su ausencia,
si hace más de mil siglos
que no advertía su presencia
y que, quizás, nunca la hubiera sentido,
y solo hubiera olido su esencia,
apreciada desde un único sentido,
pues nunca la toqué con mis manos
ni lamí su cuello alargado,
ni vi, con los ojos cerrados,
como su boca, de labios sellados,
era incapaz de emitir sonidos desesperados
ni quejidos desvencijados,
pero la olía y la esnifaba
y se guarnecía en mi pecho henchido,
llenando el vacío de mi insignificancia,
siempre buscándose a sí misma
en el desierto de los desiertos
en los que se había perdido,
sumida en su...mi ignorancia
y... en mi olvido.
Resquebrajados silogismos
presos de inmensas incoherencias
nos amarran a los caminos
de nuestra atávica inconsistencia
y nos anclan a las oscuras simas
de la amansada incongruencia
hundida en ignotas pozas submarinas,
que nos trasmiten, a través de su cadena,
las cadenas que nos encadenan
y nos esclavizan, dictándonos las consignas
útiles para la supervivencia,
frente a las voraces aves marinas
que gravitan dentro de nuestras cabezas
y sobrevuelan nuestras cejas
picoteándonos en la frente
para taladrar, desde dentro,
nuestro cerebro y sus aledaños
de pereza
y sin peldaños
pero con anestesiada dureza.
¡Y, por eso, no nos hacen daño!
Hace ya más de un año
–quizás, doscientos siglos y pico–,
que inventamos algo extraño,
tonterías de pobres para ricos
y relatos de ricos, para engaños
de muchas tripas abandonadas
por panes, peces y rebaños;
vacías y desvencijadas,
que con la debilidad sentida,
bajo los rayos del Sol, alucinan
y se creen cualquier mentira
basada en los todos y las nadas.
¡Cuentos de hadas!
Decir mucho para no decir nada,
revolotear por un ovillo y entrar en sus entrañas
sin poder luego salir, ni por el borde
ni por el centro: ¡Qué gilipollez!,
¡Qué pérdida de sentido!
Decir por decir y escribir lo no dicho
y que fuere, para quien lo leyere,
como si le hubiera picado un mal bicho.
Mezclar palabras con la batidora
y echarles mucha azúcar y poca sal,
para luego removerlo con la escoba,
y regar con ellas un barrizal
de tontunas incoloras
y de barbaridades sin cordón umbilical,
en una actitud derrochadora
de un desmelene cerebral, turbio
y emborricado, pero con los dientes tapados
por un negro y grueso bozal.
¿Cuántas palabras hay que juntar
para que lo dicho diga menos que callar?
¿Cuántos circunloquios hay que dar
para que el compromiso se aparte del mirar?
Se pueden escribir infinitos poemas
navegando en la cósmica nimiedad,
planeando sobre aladas metáforas,
y zambulléndose en el pozo de la banalidad.
Sin ingenio de ocasión,
y con el pensamiento de anteayer
para alcanzar la verdad: que es el no ser,
ya que... de tanto pensar,
siempre
se alcanza
¡el no ver!