El dolor es un laberinto oscuro,
un camino sin salida ni rumbo,
una sombra que se adueña de nosotros
y nos consume en su abismo.
Es un grito ahogado en la garganta,
un eco que se expande y se dilata,
una fuerza que nos desgarra el alma
y nos sumerge en la más profunda nada.
El dolor es un puente roto entre la razón y la emoción,
un desgarro que nos lleva a la introspección,
una catarsis que nos obliga a la transformación,
y un abismo que nos arrastra a la reflexión.
En él se esconde una fuerza oculta,
que nos arrastra a lo más profundo de nosotros mismos,
una luz que brilla en medio de la sombra,
y que nos conecta con la verdad más auténtica.
Pero el dolor es mucho más que una sensación,
es una fuerza transformadora que nos desafía,
que nos invita a descubrir la esencia de la vida,
en un camino de crecimiento y de superación.
En él encontramos el reflejo de nuestra fragilidad,
y la fuerza inquebrantable de nuestra humanidad,
es la prueba cósmica de la existencia de contrarios,
que nos enseña la belleza en la imperfección.