Danny McGee

THE UNHAPPY QUEEN. 

THE UNHAPPY QUEEN. 

De repente sonreía, pero todas las rosas (principalmente fucsias), lloraban al unísono: las sueltas, las tomadas de raíz y las entrelazadas con la noche visitante. 
Una ventana. Una ventana hacía mover sus lágrimas, sus deseos de escapar, su íntima exigencia de besar la libertad.
Todo el cielo en su presencia dejaba caer estrellas, todo el silencio parecía guardar un grito de evidente agotamiento.
Por toda su alma brotaba un haz de luz que perforaba el firmamento y nada le impedía llegar hasta la cima de su más alto desencanto.
Una lágrima. Estaba hecha de una lágrima toda su existencia, atada a ese recuerdo que no encontró su porvenir.
La reina infeliz, la mujer que en un palacio contemplaba su ceguera, sonreía ciertas veces para no evidenciar nunca lo que era su tristeza. 
Ni las joyas de sus cofres, ni el oro puesto en joyas, en su vida, eran valiosas al ver la luna alada de su tan mágica noche.
Cargaba en el escote con un beso hecho de brisa y con el libre boceto de unos ojos sugerentes, cargaba en el escote con una parte de su vida.
Sonreía de repente, pero en todos sus jardines veía rosas fucsias (borrachas todas ellas como alcanzando la locura).

Después se tendió en su lecho, frente a su ventana, y los astros no cesaban de caer sobre sus flores. La noche se abrazaba al alma de sus sueños y el color de sus pupilas se llenaba de recuerdos.
La reina infeliz fue sombra de su luz, fue luz de su silencio: y se fue con el azul... con aquel azul del cielo.