En las profundidades de la selva, adentrándose más lejos de lo que los ojos de un águila pueden ver, se escuchan cantitos de ángeles ocultos en las voces de aves miniaturas; entre pájaros que volaron tan alto en los cielos que se pintaron con su color, ahí entre las rocas húmedas oscuras rociadas por lágrimas de montañas que se comunican cuando la gota cae en la roca y se desliza lento, como un aulló que solo puede ser escuchado por los oídos de Dios, entre tantos amaneceres rasgados como si las obras más bonitas de la historia se ocultaran entre las nubes, y el ojo humano lleno de insensatez no puede apreciar que vive debajo de la obra magistral que pinto el mejor artista de todo nuestro tiempo, nuestro señor; me situó, recostada entre los finos linajes de la hierba selvática fresca, nutrida por dentro, miles de granos de tierra alimentándose del núcleo de la tierra, moviéndose con el viento, permitiéndome estar sobre él, acoplándose con mi cuerpo, siento que mi temeraria y tosca naturaleza encaja, se complementa, porque la hebras de mis cabellos pidieron amablemente que la tierra haga espacio para que mi hueso occipital pudiera recostarse tranquilo, tal como se sentía en el vientre de mamá. Mi corazón siempre impaciente, dejo que los arboles escucharan sus temores y estos tan pasivos soltaron algunas de sus hojas, como tratando de sanar mi corazón; se acercaron aves, me asecharon depredadores, pero permanecía oculta entre las flores, en la superficie, pero cubierta por todos sus pétalos, el frio corría entre el forraje, me empapaba, pero aún así yo sentía calor en mi corazón.