Miguel Ángel Miguélez

A la vera de la ermita

 

 

 

 

A la vera de la ermita

tengo un huerto soleado

y al llegar la primavera

se cubre de lirios blancos.

 

A la vera de la ermita

pasan tranquilos los años

y las palabras se pierden

en el verdor de los prados.

 

Un rumor nutre el silencio:

agua, surco, azada y barro;

semillas de la labranza,

estrellas entre las manos.

 

Imberbe el cielo se espeja,

corona de luz los campos

que ansían, por otra vez,

la llegada de su heraldo,

vestido de nubes grises

compungido, sollozando,

sin saber que se le espera

como si fuera de mayo.

 

 

A la vera de la ermita

tengo un huerto soleado,

donde el viento susurrante

del día fluye a mi lado

mientras comienzan los mirlos

a entonar el dulce canto

de la vida, que despierta

amante en el avellano

como un nido de esperanzas

en un sueño limpio y claro.

 

Y se van los pensamientos.

Solo, ciego, escucho calmo

esa voz por mis adentros:

 

¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto...

 

Sello en los ojos la tierra

y lluvia de aquel reclamo,

y como un eco respondo:

 

¡Tanto! ¡Tanto! ¡Tanto! ¡Tanto...

 

 

A la vera de la ermita

tengo un huerto, en él un banco.

Y, al atardecer, me siento

y contemplo cada ocaso,

y al sentirte en él, amor,

junto a los pájaros canto

la melodía distante

que me cubre con su manto

de poesía, una lágrima

que se desliza despacio.

             Rocío de los recuerdos

en que florece mi llanto,

sobre el estanque tranquilo

del huerto del ermitaño

donde el agua, cristalina,

se enturbia de vez en cuando.