A la vera de la ermita
tengo un huerto soleado
y al llegar la primavera
se cubre de lirios blancos.
A la vera de la ermita
pasan tranquilos los años
y las palabras se pierden
en el verdor de los prados.
Un rumor nutre el silencio:
agua, surco, azada y barro;
semillas de la labranza,
estrellas entre las manos.
Imberbe el cielo se espeja,
corona de luz los campos
que ansían, por otra vez,
la llegada de su heraldo,
vestido de nubes grises
compungido, sollozando,
sin saber que se le espera
como si fuera de mayo.
A la vera de la ermita
tengo un huerto soleado,
donde el viento susurrante
del día fluye a mi lado
mientras comienzan los mirlos
a entonar el dulce canto
de la vida, que despierta
amante en el avellano
como un nido de esperanzas
en un sueño limpio y claro.
Y se van los pensamientos.
Solo, ciego, escucho calmo
esa voz por mis adentros:
¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto? ¿Cuánto...
Sello en los ojos la tierra
y lluvia de aquel reclamo,
y como un eco respondo:
¡Tanto! ¡Tanto! ¡Tanto! ¡Tanto...
A la vera de la ermita
tengo un huerto, en él un banco.
Y, al atardecer, me siento
y contemplo cada ocaso,
y al sentirte en él, amor,
junto a los pájaros canto
la melodía distante
que me cubre con su manto
de poesía, una lágrima
que se desliza despacio.
Rocío de los recuerdos
en que florece mi llanto,
sobre el estanque tranquilo
del huerto del ermitaño
donde el agua, cristalina,
se enturbia de vez en cuando.