Lourdes Aguilar

EL ERMITAÑO

  Todavía podía verlo sentado en la plaza, con la piel arrugada y curtida por el sol, músculos magros y entecos por años de trabajos pesados, el rostro adusto, la voz enérgica con la cual arengaba a los transeúntes, conminándolos a recordar las antiguas costumbres, a respetar la selva y a sus espíritus, ésos que huían cada vez más lejos de la maligna célula en que se había convertido el pueblo; invadiendo de apatía y egoísmo conforme avanzaba, los primeros invasores, según él contaba obligaron a los antepasados a servirles y con ello a imitar sus vicios y manías; trajeron de tierras extrañas un lenguaje grosero y una codicia sin límites, “pobres de nosotros que hemos trocado nuestros amados espíritus por un dios –decía señalando la cruz en la fachada de la parroquia- cuyo emblema es una daga con la cual atraviesa las mentes y los pensamientos de los desdichados que cruzan bajo su umbral, nada más triste que ofrecer pleitesía a un dios ajeno cuyo siervo se atreve a decirnos que hemos vivido en pecado por generaciones, que nuestras criaturas son menos que monos si no reciben el agua mágica de sus manos, cómo poder amar a un dios que se dice bondadoso y al mismo tiempo amenaza con toda clase de tormentos a quien no siga sus leyes?…” éstas palabras y muchas más pronunciaba el anciano y que se fueron grabando en su mente infantil, era un ermitaño que vivía en plena selva y sólo se acerba al poblado para amonestar a sus  habitantes, se sabía que fue en sus años mozos un feroz defensor de sus raíces y entorno, él era entonces un chiquillo pero veía claramente la diferencia entre los pobladores, mestizos en su mayoría e indígenas casi puros otros, sería tal vez porque él pertenecía a ésta última clase, más desprotegidos y propensos a abusos y humillaciones. Juan los había vivido también al perder a su madre de unas fiebres y a su padre en un pleito de cantina, en su huérfano vagar lo halló el anciano y lo acogió en la selva, le enseñó no a sobrevivir sino a vivir como parte de ella, a conocerla y amarla como su nuevo hogar; a aspirar la tierra húmeda después de la lluvia y  a entender las señales del cielo.

  Ahí donde otros solamente veían alimañas y maleza él podía encontrar hermosas flores, rica fruta, dulce miel, cómo no reconocer en la majestuosidad de los árboles, en las habilidad de sus animales, en su exuberancia una presencia generosa y sabia, oh espíritus de sus abuelos y tatarabuelos, cómo parecía que los estaba oyendo.

  Todavía podía verla escondiéndose entre las malezas, acechándolo, aún sabiendo la inutilidad de su acción, a él que en cualquier momento se le abalanzaba y caían riendo, como dos cachorros; todavía podía sentirla acurrucada entre sus piernas, recién salida del río, él acariciando su cabello mojado, ella canturreando alguna melodía, enseñándole la relación que guardaban los ángeles de los cuadros son sus espíritus silvestres, la gran madre noche que es el seno a punto de dar vida al amanecer, como en el seno llevó encarnado el verbo la divina madre que le enseñaron a venerar sus padres, como el gran sol es padre  y vigila sus leyes en la selva así el dios suyo no era extranjero sino el mismo que sólo quien ame sin prejuicios puede entender; como ella que lo amaba a él por ser libre y silvestre, porque para ella él era el lobo de Gubbia al que San Francisco llevó a vivir en la aldea para ser alimentado y no causara más desgracias, pero que indignado regresó a su bosque al darse cuenta que la gentes era más salvaje que él, porque siendo fiera no atacaba sin motivo y sabía respetar al hombre como hermano cuando se presenta en son de paz; así hablaba la mujer que le había regalado el río esa tarde, cuando él, experto nadador la sacó casi ahogada, así aprendió que el amor es uno y que ni siquiera la bestia más arisca es insensible a él. Así con ella supo que dios cuida de sus fieles por igual como en la selva cuida de sus animales y le concedió habilidades diferentes hasta al más diminuto insecto para que ninguno fuese llamado débil o inútil, como la oración que es una a la luz de las estrellas y con ella los espíritus mandan a las luciérnagas a buscar almas puras así los ángeles esperan el silencio de la mente para alumbrarnos, “si tú mueres primero, yo te rezaré en las noches, veré levantarse la cortina de mi ventana y sabré que has entrado, y cuando la luz de una veladora ilumine mi rostro compungido sabré que me acaricias y que te duele verme triste, por eso sonreiré para que pueda tu alma descanse”, y ella le respondía “si yo muero primero entonces le diré al búho que pronuncie mi nombre en a noche y sabrás que te llamo, le diré a la luna que me preste un rayo suyo y bajaré hasta el río para que me recuerdes como fui, nunca rígida y fría como cosa inanimada, pues estaré aún contigo para bañarnos en sus aguas”.

  Cuántas esperanzas se fueron con el río, el anciano lo predijo: “un día los espíritus volverán a reclamar lo que les había sido robado, los hombres serán entonces viles hormigas en sus manos, el sol, el viento, el agua, la tierra que tantas veces profanaron serán sus verdugos y así llorarán por igual chicos y grandes, mestizos e indios, porque con las lágrimas se lavan las culpas…”

- ¿dónde está ella? –pensó- ella diría que dios hace de los inocentes ángeles y de los culpables rocas, porque el inocente no teme más que un momento y su alma se libera como la semilla de la ceiba que flota ligera con el viento, mas quienes le ofendieron cometiendo diversos crímenes han endurecido su corazón y temen de instante en instante, aferrados por siempre a ese estado.

  Entonces abrió los ojos y supo que aún estaba vivo, aferrado a un poste mientras a su alrededor el torrente de lodo se llevaba objetos, animales y gente, el dolor y la presión se hicieron otra vez presentes ¿cómo había llegado allí? ¿por qué los espíritus le perdonaban cuando vio a tantos otros sucumbir desde que despertó sobresaltado al sentir ahogarse?, llovía sin cesar y el río se desbordó llevándose la choza inevitablemente arrastraba también el pueblo, pueblo odiado tantas veces, pero hogar del bien amado y así, loco de desesperación trató de nadar hacia su morada, pero la corriente le obligó a buscar un asidero, no llegaría, el río no se lo permitiría, había sido su amigo, le había dado un amor y ahora se lo arrebataba; sus lágrimas se mezclaban con el lodo al recordar los días pasados: un día el viejo no habló más, él lo encontró recostado en el suelo de su choza, mirando lo invisible, por primera vez sonriendo, quizás a esos seres incorpóreos de los que tanto hablaba, llegados de otros tiempos para acompañarlo en su camino, las manos al pecho, y un halo misterioso; cuánta paz se respiraba, pero él sintió una parte de su ser vacía, justo como ahora; ella le dijo que la mente es un campo de batalla donde el alma no participa, ideas en conflicto, voces ajenas acallando la propia, el tigrillo defiende lo que él considera su territorio sin darse cuenta de que no tiene potestad sobre el ramaje y cielo que lo cubre, tampoco del suelo que horadan ratones y tuzas.

  Las gotas golpeaban su adolorido cuerpo, el frío entumía sus miembros ¿por qué? Dios es sabiduría así entre los hombres como en la selva, eso le diría, si la guacamaya tratara de ser águila, la selva moriría, así los hombres sellan su destino; Rosa de suaves pétalos y aroma delicado, ¿será que ya has sido cortada del jardín para adornar el más excelso altar?

   En algún momento perdió la conciencia, y al abrir los ojos se encontró flotando sobre una tabla, atorado entre las ramas, era tarde, el sol por fin había salido y lastimaba su vista y sus heridas, las balsas no se daban abasto recogiendo a los sobrevivientes, helicópteros de la prensa sobrevolaban el área, exhibiendo su desgracia al resto del país, se oían llantos y gemidos, él no tenía fuerzas, el río no quiso llevárselo, los espíritus lo condenaban a la soledad. La prensa manipuló las cifras, la ayuda enviada no llegó a su destino, el nombre del poblado volvió a hundirse de nuevo en el anonimato, por lo cual los sobrevivientes, acostumbrados al abandono trataron de rehacer su vida, unos se fueron y los que permanecieron recordarían a un hombre solitario que desde el desastre los ayudó a localizar a sus seres queridos y a reconstruir en la medida de lo posible sus hogares, nunca halló a quien buscaba, quizá por eso dormía en las márgenes del río, mirando cómo la luna reverberaba en sus aguas.