Música sin estructura, sin cánones,
sin palabras ni propósito,
libre, ajena a mí;
viene de adentro,
pero no la invento,
solo escucho y siento
lo que su melodía,
satisfecha con su existencia
esporádica y efímera,
transmite sin querer
a través del goce propio.
Suele estar oculta
tras el manto que teje el tiempo
en el pecho y el pensamiento
de este frágil animal humano.
Es difícil distinguirla;
hay un ruido vano
que reclama soberanía.
La Razón, aterrada de ella
y su naturaleza inapresable,
forja palabras/reja
con la esperanza de, algún día,
reducirla hacia un estado
de servitud definida
donde sea imposible
que una nota desafine.
Pero es inútil su asedio.
Aprendí a evitar la trampa;
no he de ceder
ni aceptar el tedio
de las rígidas cajas
que un par de milenios
han elegido
para encerrar
tal o cual parte
del universo.
No hay partes,
las barreras son de cristal
o humo,
aire,
viento.
Piedras en el río;
no llegan a frenar
el flujo del agua,
que sigue su curso.
No; poca importancia
tienen las palabras.
Tan burdo y tan absurdo
es el lenguaje.
Escucharé en mi latir
la melodía eterna.
Sentado bajo un árbol,
me quitaré el traje.