Los recuerdos, caprichosos,
florecen como retamas:
sencillos, directos, puros.
Gotas que rompen la calma
al caer sobre el estanque
del tiempo, en el que las aguas
rebosan de sentimientos
sin saber de dónde manan…
¿Acaso del corazón?
¿O de ti? ¿O de mí? ¿O del drama
del mundo que nos rodea?
¿De la copa más amarga
que nos queda por beber?
O quizás por esa trágica
forma que tenemos todos
de vivir cada jornada
como si fueran las últimas
horas a nuestras espaldas
y, ante los ojos, el sol
el infinito mostrara
en el mar verdes las dudas,
del pasado y del mañana,
elevarse en las espumas
y hundirse por las entrañas.
Porque te quiero te pido
que me digas cuanto callas.
Porque te pesa, lo sé,
y quiero aliviar tu carga.
Porque ya soy parte tuya
y tú mía, adonde vayas.
Ya en el cielo, o en el infierno,
enjugaré cada lágrima.
Te esperaré, como siempre,
como lluvia, como llama,
como la luz escondida
tras los tejidos del alma.
Me esperarás y seremos
uno solo, todo y nada.
Destellos de humanidad,
fugaces seres que vagan
en el jardín del silencio,
donde la luna se guarda
con las estrellas errantes
para vestirnos de gala
y decirnos que el amor,
como un sueño, o como llaga,
se siente y que, al despertar,
se despierta una esperanza.
La de seguir adelante
con tu voz en mi garganta
dando razón a mi vida,
dando aliento a mis palabras.