Qué musitan las huellas,
cuando legiones de sangre apuñalan
de ternura el horizonte…
Huellas que maduraron en las
barricas hurañas del tiempo;
como ágatas inocuas se sembraron
en la huerta de las manos,
en el sedal llenos de besos, donde murieron
en el morado y exprimido racimo de los labios.
Aquí están, en la siniestra epopeya de las flores,
muriendo en la luz de un nuevo llanto,
viviendo en la difusa ironía de las muertes cotidianas.
Como prismas devotos se van ensamblando los días,
tejiendo en el útero terrestre un aullido oscuro, lejano;
la sinfonía obturada del retorno.
Pero aquí están ellas …
malvasías ya cruzando el redil de la hojarasca;
cruzando, subiendo como bruma de arlequines,
por los huesos sombríos de los péndulos,
cepillando la harina dura de sus manos
para afinar el piano atardecido de una rosa.
Qué hay en el cemento,
bajo la ardiente emperatriz de sus fogatas.
Qué hay detrás de la aldaba de los senos,
o bajo las rodillas sumisas del pan;
en su plegaria de tulipas ambarinas…
solo huellas, huellas, huellas invisiblemente maduras,
barcas doradas como el trigo de diciembre.
Y más allá del persistente y subterráneo sollozo de la leche,
lo que tendió su vientre …
en el cordel estremecido y manso del misterio.
Allí va el viento otoñal…
con la morada cicatriz de una caricia,
el pobre verso que se envolvió como felino
en las gastadas huellas de sus huesos,
y ese final dulcemente amargo de asedio y cercanía;
cuando la epifanía del destino
va cruzando el último remanso certero de la vida.