Divisé querubines de marfil
tras el tímido friso de sus labios
y un lánguido rubor
debajo de sus ojos timoratos.
Percibí que, en el húmedo pretil
de su boca, un clavel imaginario
brotaba melancólico
en busca de mis labios solitarios.
Sentí, como una brisa
exhalaba con místico recato
desde el hondo estertor
de su cándido pecho inmaculado.
Abrigué la esperanza
de gozar del placer de su contacto,
de fundir sus ribetes temblorosos
con los míos, ligados al presagio
del presumible roce del deseo
con el edecán vicio del pecado.
El cielo de repente se apagó,
tiñéndose de sombras el ocaso
y sólo distinguí
las luces de un relámpago.
Ni labios, ni claveles, ni esperanzas.
Quizás estoy soñando.