En la dura mudez tanteas el eco altivo de mis indecisos pasos.
Piso el blando pavimento mientras pienso en tus susurros,
y me cuelgo de un árbol invertido y con el cuerpo todo desnudo
y algo desnutrido, ansiando tomar el antídoto de tus labios
húmedos del mismo rocío, donde un beso perdido busco.
Trepo hacia la luz, subo por el camino largo, blanco y dorado,
buscándote, en tu sustancia suave, impalpable, como lo último.
La razón, completamente absurda, niega tu naturaleza volátil,
la fuerza súbita que te hace renacer, sin la ayuda de nadie,
y elevarte, batiendo el aire que, puro, se precipita en líneas
verticales, versos audaces, rimas, recursos de artista,
imágenes vívidas: sangre ígnea, poesía, sale de tu estigma.
La invocación es realizada pues, tras pasar el letargo, al hilar
los retales sobrantes, cuidando no cortarse a la mitad
el corazón, que demasiado dolor hace notable ante la mirada
de quien sabe que nada hay además de aisladas partes de alma.
Cercenando las púas a una última araña estaba aqueya gata blanca, y la Luna custodiando su sombra tan larga. Entre cipreses azules sonaban sus garras como el metal de las espadas al chocar, y rugía la guerrera iracunda, la bestia nocturna, mientras volando a baja altura la lechuza vigilaba constante como el giro de las agujas o el vaivén de los árboles y matorrales.
Desierto el cementerio semejaba un sueño de esos que despiertan cierta inquietud incluso en los cerebros de los locos mas necios. La luz mortecina de los faroles tenía un cariz de aura fantasmal.
Y yo riendo yoraba en la soledad oscura, haciendo sonar campanadas al batir mis palmas, eufórico, efectuando fenómenos con solo levantar los ojos fogosos buscando mi alma en el rastro efímero de una estreya móvil, cuya fuga infinita me devolvía recuerdos de vidas inmemoriales y dioses subterráneos.
Había auyidos, murmuyos y siseos, cuando, besando el musgo, algo invisible, pero inusitadamente vivo, corría a los lados de vientos simultáneos y contrarios. Serpiente de tres cabezas, todas eyas transparentes, camaleónicas, intuidas apenas sin pensar en su casi irreal existencia, ni en la mínima probabilidad de la que nacieran, ya presas de la etérea beyeza mundana, antaño, en la época de la matanza despiadada, caidas a un cántaro de tenebroso agrio vino o sangre de déspotas.
Aparece entonces una columna de humo violeta, la aurora está cerca, y cae niebla húmeda, salada, sobre la arciya, fermentándola. La superficie líquida dibuja olas jugando con los rayos en el fondo misterioso. Ayí mi yave briya todavía, eclipsando el verduzco matiz amargo de las algas, protegida por peces de yamas que visten armaduras plateadas cual querubines. Revoloteo de alas veloces, y encima lejano el crujido de motores, el paso brusco y precipitado del hombre común, el silencio de los vencidos y el estrépito de las empalizadas al derrumbarse en el mar, como los ríos derraman el movimiento de las montañas en forma de fluido fresco y frío elemento, lágrimas alegres de las que pude ser testigo, y lo fui durante mi estadía en una roja burbuja de veneno, lo que charlatanes oficiales vienen yamando infierno.