Soneto I
Por los vastos paisajes de León
mi espíritu andariego y peregrino
contempla los recodos del camino
que deja tras de sí a su decisión.
El tiempo es ya pasado y la elección
pesa más si los pasos son mezquino
y vano caminar hacia un destino
incierto, ausente, roto de un tirón.
Mira pues, alma mía, cuánto escombro,
cuánta muerte de piedra sobre piedra,
cuánta la luz extinta envuelta en plata.
De los Picos de Europa no me asombro.
Mi sombra, ante el Teleno, firme medra
del Páramo a la Vega maragata.
Soneto II
Del Páramo a la Vega maragata,
en un desliz de tiempo, la ribera
confluye a su remanso y, por afuera,
la vida del sendero se desata.
Atrás quedó la nieve y su sonata
desborda, caudalosa, la quimera
del álamo reseco, que creciera
al fuego del amor que le arrebata.
El barro de las tapias y los huertos
cae despacio, lentamente muertos,
como si no supieran de la errata
del hombre que vencido y, a su suerte,
contempla que la luz, ante la muerte,
rebrota diminuta como mata.
Soneto III
Rebrota diminuta como mata
de romero que crece entre la umbría
en busca del calor del mediodía
y, de su propio ser, ni se percata.
Nace en sombras del alma que, insensata,
rayana a la locura y la osadía,
parece despertar la idolatría
del barro con la herrumbre de su errata.
Por eso nada puedo, sino arder
de rabia, pues me quema aquel sarmiento
sin savia en el recuerdo, como son
los recuerdos que, ahora, alcanzo a ver
pues surgen del hogar del sentimiento,
la aldea donde está mi corazón.
Soneto IV
La aldea donde está mi corazón
viste verdes, eléctricos abriles,
encinas, arboledas y candiles
al cielo, así comieza su canción.
Las ventanas abiertas, la pasión
que se nutre del río a los perfiles
de la luna creciente, en las sutiles
melodías del agua y la emoción.
Y yo, como lechuza silenciosa,
oteo todo alrededor de mí.
Pongo todo el afecto y atención
que merece la magia misteriosa
del sueño en el que vivo pues, aquí,
camino por sus calles de ilusión.
Soneto V
Camino por sus calles de ilusión
sus huertos de esperanza, sus praderas
de eternidad y vida, sus linderas
alamedas sin fin como bastión.
La llanura se extiende y la visión
continúa en la cumbre y las laderas
y sueña con un mundo sin fronteras
antes aún del último escalón.
La noche trae al sauce un aire amable,
el viento del estío una presencia
frugal y deliciosamente grata.
El pueblo como marco incomparable
mientras la luna esplende y, con su esencia,
los campos y veredas son de plata.
Soneto VI
Los campos y veredas son de plata
camino de las eras. Jornaleros
que viven para el fruto, los obreros
de la tierra que siguen con su ingrata
labor, pese a que el mundo los maltrata.
Pues aman como sienten, son sinceros
y sencillos, sus pasos altaneros
y alegres; y su mente en paz, sensata.
Los veo en el maizal con los tractores
remando contra el tiempo y la codicia
de un sistema que todo lo abarata.
De regreso, despacio, entre las flores,
pienso y, de pronto, el agua me acaricia
del puente de la presa en su cantata.
Soneto VII
Del puente de la presa en su cantata,
donde el reguero ruge intermitente
y el carrizo despunta a una insolente
primavera, del gran azul beata.
El silencio fugaz de la corbata
del trigo, alrededor del cuello ardiente,
como un lazo de espigas es presente
y adusto relicario que colmata.
La dicha de la paz, el canto claro
del mirlo, del jilguero y del gorrión.
Aquí, donde los días son reparo,
las noches: ranas, grillos, redención.
El fruto y su cosecha como faro,
las gentes, humildad y devoción.
Soneto VIII
Las gentes, humildad y devoción
por todo lo que surge sobre el suelo
a base de sudor, trabajo y celo
cada día, estación tras estación.
Asoman las macetas del balcón.
Petunias y geranios, un revuelo
de colores y aromas sin recelo
se ofrece en vísperas de la ascensión.
Las cigüeñas se van del campanario
hasta el año que viene, por San Blas.
La hojarasca regresa auxiliadora
a mi espíritu, fiel al calendario,
y despierta en su voz la luz, sin más.
Quizás el cielo pueda ser ahora.
Soneto IX
Quizás el cielo pueda ser ahora
dentro de ti y de mí la lluvia clara
que mece los trigales y repara
los vientos de la caja de Pandora
que está dentro del pecho y que, traidora,
derrama por la cruz y por la cara
cada gota de sangre en la cuchara
de la desolación devoradora.
Ven, alma mía, escucha esos acordes
del agua que desciende, poco a poco,
y torna en un solaz lo que era ruina.
Los ojos de los hombres y los bordes
del amor, del silencio y su sofoco
al rumor de esa fuente cristalina.
Soneto X
Al rumor de esa fuente cristalina,
resguardo de tormentas y pesares,
regresas como aroma de azahares,
café de la mañana en la cocina,
pan recién hecho, miel de la colina
cubierta por la nieve, entre pinares
y tierras de labor, como esos lares
donde se aquieta el alma que camina.
Como todo en la vida, se reduce
a las sencillas cosas el amor:
Un beso, una mirada, un paso a paso.
Un lento despertar, tan solo un cruce
de historias que se encuentran al calor
del pueblo, junto al banco, en el ocaso.
Soneto XI
Del pueblo, junto al banco, en el ocaso
me siento, a divisar la creación.
El horizonte en fuga, la ilusión
del viento entre las hojas y ese vaso
rebosante de luz que, al cielo raso,
se decanta de añil. Un aluvión
de matices e instantes, efusión
del silencio que yace en el parnaso.
Poesía sin verso nunca vista
que descubre el reflejo de la aurora
y lo vuelve palabras de amatista.
Pues renace en el alma soñadora
que la busca a conciencia, tras la pista
de las cosas, donde el recuerdo mora.
Soneto XII
De las cosas, donde el recuerdo mora,
recojo las albricias intangibles:
el sabor de los besos combustibles,
la fragancia del alma que enamora,
la suave música reparadora.
El acento y la voz inconfundibles
de los astros errantes, e invisibles
para aquel que no siente, sino ignora.
De todas ellas tengo ya una parte,
la que sé que jamás se destruirá
en esta mascarada que termina.
Porque ellas acompañan en el arte
de la vida, en el viento que se va
donde el tiempo no pesa y me ilumina.
Soneto XIII
Donde el tiempo no pesa y me ilumina
la sombra de lo que una vez he sido
y soy, pues nadie cambia, está asumido.
Donde las cosas son verdad genuina,
más allá de palabras, se adivina
la luz ante la luz, el suave ruido
del aliento al costado y el sentido
de seguir: el amor que determina.
Escucho, en el reposo del hogar,
notas blancas, la música celeste
del árbol, la canción del bien escaso.
Y llega el oleaje sobre el mar
del cielo que descubre, de este a oeste,
el leve resplandor de su fracaso.
Soneto XIV
El leve resplandor de su fracaso
que también es el mío, y el de todos
incapaces de ver, en los recodos
del camino, por miedo, por si acaso
nos vemos como somos, cada paso
que damos, cada error. Bajo los lodos
ocultamos el alma, en nuestros modos
de afrontar la frontera y su traspaso.
La humanidad ha muerto lentamente
ahogada en progreso y ambición.
Quizás alguna vez esto reviente
como de amor revienta el corazón.
Mientras tanto transito la pendiente
por los vastos paisajes de León.
Soneto Madre
Por los vastos paisajes de León,
del páramo a la vega maragata,
rebrota diminuta como mata
la aldea donde está mi corazón.
Camino por sus calles de ilusión.
Los campos y veredas son de plata
del puente de la presa en su cantata.
Las gentes, humildad y devoción.
Quizás el cielo pueda ser ahora,
al rumor de esa fuente cristalina
del pueblo, junto al banco, en el ocaso
de las cosas, donde el recuerdo mora,
donde el tiempo no pesa y me ilumina
el leve resplandor de su fracaso.