Te veo en el volcán revuelto de mis vísceras,
te presiento,
has venido a sumergirte en los hondos ácidos
que van develando mi osamenta.
Entra, tengo abierta la puerta siempre,
agrégale el peso de tu metal curioso
a la carga de mis años.
Una oscurecida cuna cuelga de mis ojos
y en la mano de Dios
va arrugándose mi existencia
como un papel vacío que se apaga.
Has venido nuevamente,
trayendo un puñado de calor en tus manos,
puedo verte retratado
en el disfraz verdoso
de aquel muro de piedra,
en la baba serpenteante
del macetón olvidado, con su cacto caído
en el espinoso abismo de la tristeza.
Juegas a prolongar mi dolor humano,
exprimes mis jugos fatuos
y de mis ojos brota una humedad inicua
que va pegando a mis párpados el recuerdo
de lo vivido,
igual que el hambre despiadada del salitre
cuando se pega a los muros del invierno.